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sábado, 4 mayo, 2024
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La Bruja Fitzgeraldiana

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

Cas por ahí de flojo, inútil, torpe e imbécil, te descuidas, acudes una mañana a cualquier banca de un sucio parque para ver el andar de secretarias que van puntuales a las oficinas, sus redondos traseros de ensueño, fumarte media cajetilla de Delicados sin filtro y los muy cabrones de los recuerdos te llegan quién sabe de dónde, se aprovechan de ti en esos escasos momentos que tienes de lucidez, pues algo especial tienen las faldas, cortas o largas, qué más da, las medias oscuras, las blusas blancas y, en el colmo de la institucionalidad y de la presunción laboral, los enormes gafetes que llevan colgados con orgullo, como si se trataran de medallitas de la Virgen o de San Judas Tadeo, y que tan sólo nos recuerdan una práctica escolar que muchos no consiguen olvidar.

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Me maldigo, suspendo la lectura de uno de los tantos relatos de cualquier revista de pornografía casera y vuelvo a lanzar maldiciones contra las palomas que no hacen sino cagarse por todo el parque, contra el miserable mundo, contra la columna que con muchos esfuerzos escribo semanalmente para una revista, donde, para mi mala suerte, cuento con uno que otro lector, que desperdicia algunos minutos de su miserable existencia en leer las tantas tonterías que ni siquiera soy capaz de hilvanar cuando estoy frente a la computadora, como ahora, tal y como sí lo haría el más idiota del más deleznable taller narrativo de los que abundan hoy en día, esas reuniones de superación personal donde los vividores hacen de las suyas y mienten a los talleristas respecto a lo bien que escriben, respecto al futuro glorioso que les espera si se deciden por fin a ser escritores, de las muchas oportunidades que tienen para destacar en un medio literario, como el mexicano, lleno de víboras, chacales, mastodontes, jirafas, rinocerontes, etc.

Y donde los jóvenes tienen que pagar semanalmente o al mes, hacer de mariposas, hasta que un manotazo los estrella como mosquitos contra cualquier cristal, qué chinga, para regresar mal heridos a casa de los avejentados y enfermos padres, en el mejor de los casos, porque de entre tantas mariposas las hay que ingresan por la fuerza a clínicas de rehabilitación, anexos para alcohólicos anónimos, con las alas entre las patas, tras de que sus sueños se vinieron abajo.

Llego a casa, me procuro una botella de whisky Jack Daniels, un poco de mota de mediana calidad, un poco de quietiapina y me dejo caer en mi sillón favorito, luego de abrir la única ventana, las feas cortinas azules, diseño horroroso de la esposa del casero, quien insiste que su mujer iba para diseñadora pero se embarazó pronto, y beber despacio, mientras extravío la mirada en el mundo que ocurre afuera, que intenta respirar por las branquias de cadáveres y desaparecidos, de una intempestiva violencia estatal donde si sigues con vida es por puro milagro, sin embargo, con todo y eso un mundo mucho más generoso que el que encuentro una vez que cierro la ventana y la puerta de mi pequeña morada.

Siento los latigazos del whisky en la garganta, enciendo el toque, trago media pastilla de quietiapina y tal receta aminora no sólo mis aturdidos pensamientos sino la hinchazón de los femeninos recuerdos, como los que ahora me transportan, mientras dejo caer mi cabeza en el respaldo del sillón, hasta que doy con las nalgas de la Bruja Fitzgeraldiana.

En el baño de su casa de tres pisos, empinada dificultosamente arriba de la taza, yo con los pantalones de mezclilla hasta las rodillas, sin mis Dr. Martens rojas, nuestro reflejo en una sola figura de dos cabezas en un espejo de cuerpo completo, y el miedo a ser descubiertos en cualquier momento, los nervios a que alguien tocara a la puerta y entonces sí, ¡en la madre!, porque en esa casa vivían su hermana y su papá, un gordito que se parecía a Pablo Morsa, y quien tiempo más tarde se dio a la fuga cuando se le comprobó un fraude fiscal en una famosa empresa de cosméticos donde era contador y ¡zaz!, a Pablo Morsa se lo tragó la tierra.

Fiestas y fiestas era lo que había todas las noches en el gran castillo de mi Bruja Fitzgeraldiana, alcohol, cigarros, cocaína, mota, risas, muchas risas, si he de confesarlo, algunas demasiado idiotas, sobre todo cuando sus snobs y universitarios amigos encendían el Ipad de última generación y ponían videos de Fail Army para provocar una ebria, estúpida y drogadicta hilaridad.

Salía de ese castillo ya de mañana, junto con el vendedor de tamales y una torta de tamal de mole, no sin ciertas dificultades para caminar, entonces aparecía el taxi que la Bruja Fitzgeraldiana previamente había solicitado por teléfono, y caía en el asiento trasero de ese automóvil, cuyo conductor en más de una ocasión era el mismo, don Toño, por lo que no había problema si me quedaba dormido, babeando sobre la ventanilla, ¡despierte, despierte, joven!, ya llegamos, entraba a casa, caía como tabla sobre la cama, dormía unas cuantas horas, las suficientes, y le llamaba por teléfono a la Bruja Fitzgeraldiana para verla en cualquier estación del metro.

De grandes y caídas tetas y ropa interior feísima, por mucho dinero que presumía tener, largas y largas humaredas de sus Salem en sus bien formados labios, pues el cigarro y ella eran una sola persona. Gran bebedora de Bacardí blanco con Coca Cola, experta en prepararme micheladas, medianamente inteligente, gracias a Dios no lectora ni escritora, hasta que por fin nos alcanzó la destrucción.

Yo la bauticé, le puse Bruja Fitzgeraldiana porque por esos días F. Scott Fitzgerald era uno de mis autores favoritos y leía todo lo que cayera en mis manos de él, un autor norteamericano de mediados de la década de los veinte, estadounidense, que de no haber sido tan ebrio le habrían concedido el Nobel que sí le concedieron a uno de sus grandes amigos, Hemingway, cuando todos saben que fue Fitzgerald quien le corrigió algunas de sus primeras novelas, cuando todos saben que sin su ayuda, París era una fiesta no habría sido el gran novelón que es, y Scott hasta se dio a la tarea de contactarlo con editores importantes, además de prestarle unos cuandos dólares, pues cuando comenzó, Hemingway pasó varias rachas muerto de hambre, ebrio, orgulloso como sólo él era, y si a eso le sumas que F. Scott Fitzgerald se consiguió por pareja a una esquizofrénica como Zelda Syre…

Y cuando lees todo de Fitzgerald te enamoras de las flapper, mujeres que en mucho deben su nombre a él, rebeldes, de faldas cortas y cigarrillo, a toda velocidad en automóviles último modelo.

Claro que mi Bruja no conocía a “scottie” y protestó: ¿quién es ese cabrón?, entonces intenté que leyera lo más choteado de él, El Gran Gatsby, y la pequeña novela permaneció más de un mes en una mesita de noche, al lado de la fotografía de su madre ya muerta.

Nos propusimos conocer hoteles de paso y de entrada fracasamos, pues no salíamos de un deprimente hotel ubicado a unas cuantas calles de la estación del metro Hidalgo, a unas cuantas calles de la famosa cantina El Palacio, famosa porque hasta no hace mucho ahí se reunía buena parte de la crema y nata de la cultura de la Ciudad de México.

Hotel Oxford: Unas cuantas putas y dealers bien vestidos. También cucarachas de esas gigantes, tipo Gregorio Samsa, que huían presurosas por la cabecera de una desvencijada cama individual. Ese era nuestro paraíso. Nos acostumbramos a la hediondez, a las sábanas perforadas y amarillentas, a las alfombras con apeste a orines y cochambrosas, a los baños inundados de sarro, a las anforitas de Barcadí blanco y a la música que compartíamos con audífonos o con bocinas para Ipod.

Eran tiempos especiales para tragarse al mundo y se nos quedaba atorado en los dientes, hacía migajas con nuestras pesadillas y con mi podredumbre, nos obligaba a vomitar en esos mismos baños, sostenidos del azulejo lleno de sarro y con alguna que otra cucaracha corriendo deprisa por nuestras manos.

Y sobrevivimos. Tan sólo para la destrucción. Bruja Fitzgeraldiana, era ella y te dejaba sin más cuando se hartaba de ti para largarse con otro hombre e iniciar una nueva aventura. Eso sí: sin que nadie tocara ese corazón, pues decía carecer de él.

Una mañana de invierno no volví a saber de ella, desapareció de la misma manera en que había desaparecido Pablo Morsa, también la hermana, quien se casó con un francés. Terminé la novela inconclusa que dejó F. Scott Fitzgerald, un libro tan malo que da pena ajena leerlo, así como muchos de sus últimos cuentos, cuando se le ocurrió la idea idiota de crear a Pat Hobby, un guionista que tuvo éxito en los años veinte y el cual sobrevive, como le pasó a Fitzgerald mismo, convertido en una porquería de sí mismo.

Uno de los pocos sueños que alguna vez me confesó, borracha, sosteniendo su cuba libre, la Bruja Fitzgeraldiana fue el de trabajar en un crucero y conocer el mundo, quién sabe si lo consiguió, en una de esas junto el dinero suficiente, dejo de perder el tiempo por las mañanas en el parque y me reencuentro con ella, mi gran amor imposible, eso si no es que la internan en un psiquiátrico antes, justo como ocurrió con Zelda Syre. ■

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