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sábado, 27 abril, 2024
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Brevísimas notas sobre la crisis del poder

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Por: Carlos E. Torres Muñoz •

Estas notas merecen una advertencia y una evidente motivación: no son esmeradamente técnicas, son más bien conclusiones lógicas y pretenden una muy breve explicación inicial sobre la actual situación que enfrenta el sistema democrático, desde el punto de vista de la concepción del “poder”, como expresión de voluntad colectiva para articular la soberanía de manera representativa.

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Hay que declararlo de una buena vez: la democracia, como concepto, no tiene una crisis; es en buena medida “un pésimo sistema, pero el mejor que conocemos”, la crisis está en el poder, en las formas, vías y expresiones de ejercerlo ¡la democracia qué!

El poder ha sido entendido durante siglos en México, más aún por sus antecedentes históricos anclados en viejas fórmulas de relación social e individual, como una facultad para mandar y hacerse obedecer. No dista esta concepción cultural en materia política, de tal forma que nuestra clase gobernante, muchas veces formada en la idiosincrasia de que es el Estado la vía rápida para adquirir poderío (y claro, poder), hoy acude a un cismo de transformación ideológica, frente a una sociedad que no aspira a ser comandada por sus representantes, y cuya relación no traduce más en el sentido opuesto al mandato que, otorgado vía democrática, se ha venido ejerciendo. No es exagerado decir que hoy la mayoría ciudadana aspira a un gobierno que convoque a la colaboración, misma que no puede carecer de elementos mínimos de confianza, transparencia, respeto, libertad y tolerancia, todos estos valores en sentido más práctico que retórico.

Maurice Duverger, reconocido politólogo francés, distinguía como elementos del poder (diferenciándolo del poderío, expresado en imposición física, económica y/o etcétera), la coacción material (legal, vía instrumentos jurídicos) y la creencia de legitimidad. Es obvio que la primera se encuentra vigente en México, aunque cada vez más cuestionada por el crimen organizado, mientras que también es claro que la segunda ha sufrido constantes descalabros, hasta volverse dudosa en casi todas las latitudes.

Duverger nos recuerda que la legitimidad procedía en las democracias occidentales de la realización de elecciones. Hoy esta exigencia ha perdido primicia, volviéndose una precondición, que sin embargo, según lo demuestran distintas mediciones, como el Latinobarómetro, no goza de la importancia que tuvo a finales del siglo pasado e inicios de éste. El resultado de las elecciones no basta para que el mandato democrático goce de legitimidad en nuestros días, dada la complejidad de los problemas que nos acosan colectivamente, de lo que se desprende una demanda de resultados consecuentes con éstos.

Nuestras instituciones políticas asisten en el presente a retos cuyas soluciones no serán posibles en la anterior lógica del solitario gobierno, incapaz de compartir las características del poder y la responsabilidad, no solo de la administración pública, sino también de la elaboración de la ley, la aplicación de la justicia y el diseño, implementación y evaluación de políticas públicas.

Muchas de las razones por las que hoy nuestro sistema, luego de haber transitado de uno formalmente democrático a uno realmente pluralista, parece no ser el adecuado, decepcionar a la ciudadanía y frustrar a los activistas y académicos, es que su elemento más importante, el humano, no ha cambiado de formas, anclándose en viejas prácticas, lógicas y líneas, hoy por lo menos insuficientes, cuando no contraproducentes.

Transitar de un sistema “democrático” (entrecomillado necesario), a uno democrático (sin comillas), requiere no solo la profunda reforma que ha vivido nuestro Estado en los últimos años, sino también nuevas generaciones de ideas y prácticas en los operadores de las instituciones constitucionales, sean éstas organizaciones o derechos. De otra forma, toda transición avanzará al mismo lugar: un círculo vicioso, que acrecienta la burocracia, las reglas, los métodos y procedimientos, sin obtener por ello resultados distintos, apenas los mismos, más costosos, más frustrantes, más peligrosamente decepcionantes de la ciudadanía; en contra de la democracia misma.

Más que órganos que utilicen como pre o sufijo el término “ciudadano”, es urgente que los poderes constituidos tradicionales (Ejecutivo, Legislativo, Judicial y demás órganos constitucionales autónomos), entiendan la necesidad de involucrar a la sociedad civil en dos sentidos: el de colaboración y la corresponsabilidad. Claro está que hablamos de Gobernanza. La fórmula expuesta descansa en la esperanza de que la ciudadanía, en colectivo, no comparta valores caducos en el mejor de los casos, vergonzantes en el peor, de una clase política superada por su cinismo y autocomplacencia. ■

@CarlosETorres_

www.deliberemos.blogspot.mx

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