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domingo, 5 mayo, 2024
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Un nuevo comienzo

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA •

■ Zona de Naufragios

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No hay mejor cuento de hadas o historia de ficción que la de los nuevos comienzos: nadie, nunca, en ningún lugar, puede comenzar de nuevo, quizá en las películas, quizá en circunstancias excepcionales, pero la gran mayoría de nosotros está sujeto a una suerte de inexorable ley de la continuidad de la que no podemos escapar ni cambiando de geografías o compañías, de nombre o hasta de sexo. No hay forma posible, que no sea la candidez de los nuevos despertares o renaceres, de negar –o peor, ignorar– que somos prisioneros, rehenes de lo que hasta ayer fuimos, y que a su vez, el ayer es antier y así sucesivamente. Ad infinitum.

Somos el producto de nosotros mismos y de todos nuestros momentos, de los deseados como de los indeseados, de la necesidad y del azar y lo que seamos en el futuro será una variación, mínima o hasta mayúscula de lo que fuimos; y si dejamos de ser lo que fuimos fue porque así lo decidimos, es decir, como el producto mismo de eso que fuimos y ya hemos dejado de ser.

Viene a cuento este circunloquio a propósito de las fechas. No hay quizá invocación más pueril a esos nuevos comienzos que la caída del año viejo. La hoja del calendario que presenta una supuesta nueva oportunidad para todo. O casi. Y tanto aplica como para los individuos o los colectivos, las naciones y el mundo entero. Como es de suponerse, a la ingenuidad del borrón y cuenta nueva siempre le seguirá el duro despertar que la realidad impone.

Y así amanecemos en el 2016. Porque si el 2015 y el 2014 –y remontémonos hasta donde sea posible o factible– han sido poco halagüeños en términos de un progreso sostenido para los mexicanos, la realidad no hace suponer que habremos de ver algo radicalmente distinto: las dosis de optimismo se reparten a cuentagotas.

Abrimos el año con un panorama convulso  por doquier: padecen las finanzas públicas con el dólar por los cielos y el precio del petróleo por los suelos, la inseguridad asentando sus reales a lo largo y ancho del país; encima el neofascismo y la xenofobia se pregonan y portan orgullosos, entronizándose como en todos los periodos de incertidumbre social y económica. Pero en todo ese oscuro panorama quizá no haya cosa más preocupante que la mediocridad de nuestra clase gobernante, sea a nivel federal o estatal, y no se diga, al nivel municipal: gobiernos venales propios de repúblicas bananeras del África, caciques de pacotilla, reyezuelos trianuales o sexenales, aves de rapiña ávidas del presupuesto público.

Con elecciones en puerta para renovar poderes en distintas localidades del país, el panorama es sombrío. Y lo es, sobretodo, por la pobreza discursiva de la clase política, la ausencia de ideas originales, alguien que se atreva a pensar (es un decir) que otro mundo es posible y que ni toda la política (o las políticas) es cosa de pesos y centavos. Esos pesos y centavos tan ferozmente disputados benefician mayor e invariablemente a los de siempre: las élites que se sirven con la cuchara grande y las migajas que mediante las consabidas prácticas clientelares se reparten entre los desposeídos para que, literalmente, no mueran de hambre y sigan respaldando a sus mecenas sexenales y perpetuando el círculo vicioso de nuestro política de tercer mundo.

Este país requiere urgentemente de mayores dosis de indignación, de gente dispuesta a alzar la voz ante las injusticias de todos los días a las que nos someten los gobiernos o incluso nuestros pares, a ciencia y paciencia de aquellos. Un país de ciudadanos y no de súbditos o de canallas. Incluso el papa Francisco – la única luz proveniente de esa cavernaria y ultramontana institución– ha llamado a abandonar la indiferencia y falsa neutralidad ante los grandes problemas de los hombres. Alejándonos del individualismo recalcitrante, recuperando la solidaridad por el prójimo, lo que no se logra de un día para otro y menos sin el involucramiento de la sociedad en general: del mismo modo que se requiere una clase política con altura de miras, así mismo requerimos ciudadanos del siglo XXI y no vasallos del XIX. A costa de lo que sea, este año debe ser el año del ciudadano: librepensador, exigente y demandante; al igual que el año anterior o el antepasado o todos los años, es tarea de todos y cada uno evitar seguir descendiendo a las tinieblas y poner un alto de una buena vez a las regresiones institucionales a un pasado que por añorable que pueda ser, pues es también nuestro pasado, no deja de ser siniestro y oscuro: no hay un nuevo comienzo, mas el camino es hacia delante. ■

 

Salud.

 

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