25.3 C
Zacatecas
domingo, 5 mayo, 2024
spot_img

Implicaciones editoriales

Más Leídas

- Publicidad -

Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Confieso un defecto que no hace mella en mi ánimo y que se puede malinterpretar como un desvergonzado desatino, que a pesar de no consumirme en una depresión admito que conlleva cierta gravedad: soy un editor que casi siempre tiene un desfase temporal cuando se precisa la entrega de un libro o una publicación periódica. Por una insana manía, jamás me ajusto a la fecha de quienes han tenido la osadía de poner el cuidado de su obra en mis manos. Salvo raras excepciones, la agenda personal que me suele acompañar termina por modificarse gran cantidad de veces que pierdo la cuenta, prolongando la ansiada presentación y agotando la paciencia del autor —como si todo lo que se publicara valiera la pena de ser presentado o, bajo un criterio de excesiva exigencia, como si el acto mismo de escribir tuviera el mínimo merecimiento para publicarse—. Conforme la experiencia cala en mi ánimo, gano lentitud en corregir y en reescribir un original —también es verdad que tardo, en virtud de mi limitada capacidad, en interpretar algunos estilos signados bajo un código indescifrable equiparable al disco de Festo—. Tampoco me percato de las horas (o los días) que transcurren mientras elijo la tipografía adecuada. Es verdad que no tengo que hacer la composición a la usanza de los tipos móviles de Gutenberg, pero me tomo el tiempo como si lo fuera. Es un placer que suelo darme: conciliar con familias enteras hasta entrar en razón de cuál conviene sobre el resto. Si el documento incurre en el agravio de apoyarse en imágenes, entonces sí se complica la supervivencia de la empresa en cuestión, quedando como únicos culpables la desfachatez y el mal gusto que tiene aquél que porta una cámara digital y se asume como un fotógrafo autodidacta. A lo anterior habrá que sumar una lista extensa: el diseño, los colores, la impresión, los acabados, el papel, el envío; tal vastedad de procesos termina por rebasar mis cálculos, no sin antes provocar uno que otro enfado innecesario.

- Publicidad -

Entre tanta mortificación habrá que pensar en resarcir el daño involuntariamente infligido en las ilusiones del primerizo que anhela probar las mieles de la publicación —habrá quienes esto les importe un bledo tras la gratificante costumbre de ser artífice de libracos variopintos en no menos de cuarenta ocasiones—. Acepto la culpa en descuidos donde no tuve mala fe al fallar; sin que medie una justificación, confieso que se trataron de simples omisiones inherentes al oficio. Sin embargo, el poco seso que aún poseo me permite aseverar lo siguiente: nunca he tenido la intención de traumar a un novel autor que ansía conocer a su primogénito. Fuera de una excepción en un centenar de trabajos, la mayoría ha sentido complacencia suficiente para borrar la amarga vivencia de haberme conocido en el trajín editorial. Sin dejo de un equívoco mayúsculo, algo me dice que de manera callada más de uno extraña el sello personal que tengo como hacedor de libros. Tal aseveración se sustenta en el resto de esa producción a la que posteriormente soy ajeno: la gracia vertida en ese tiraje donde fungí en determinado momento como responsable se multiplica en fealdad en esos tomos donde, con seguridad, ya no estaré jamás. Asimismo me conmueve cuando sin esperarlo recibo una felicitación, en corto o a distancia, de artistas, escritores y académicos de una seriedad sostenida por su aquilatado prestigio, donde un denominador común conspira a favor nuestro.

Si de confesiones se trata, va una antes que el arrepentimiento termine por aquietar esta lengua viperina: existen casos donde el tema de la envidia es el principal obstáculo para que el autor se sienta pleno al lado del libro que mil desvelos le ha provocado en años recientes —o meses, porque los hay que escriben a un ritmo digno para ser considerados en el récord Guinness debido a la prontitud de sus investigaciones—. ¿Cabe la posibilidad que un creador sienta celos de su propia obra? Sí, cuando la edición rebasa por mucho el contenido de la misma, sobre todo cuando nadie lo ha leído y todos le felicitan por lo fino de sus acabados y la alta calidad en la reproducción de la obra de arte. Me sucedió una vez y sólo puedo decir que fue una situación de sobrada incomodidad: la autora se sintió insultada con mi propuesta editorial que hasta el colofón lo consideró una ofensa, no sin antes enjuiciar mi desatinado desempeño. Con una lamentable argumentación que oscilaba en un ir y venir de chismorreo que no venía al caso, la pobre mujer se evidenció a través de un acto de envidia pelona, porque meses después su juicio vertido sobre su propio libro se trocaría en un premio internacional de diseño. Empero, la eximo de su actitud porque eso es natural en estas tierras, una herencia que según Borges proviene de ultramar: “el tema de la envidia es muy español. Los españoles siempre están pensando en la envidia. Para decir que algo es bueno dicen que es envidiable”.

Ruego a Dios seguirme basando en un proceder que merece el intento, al menos, de continuar haciendo cosas que tienen un asomo de envidiable, porque entre más habladurías generan un mejor destino les depara. Quizá no tengan esa falaz cualidad de los alquimistas medievales de convertir las piedras en oro, pero me deparan una satisfacción aún mayor. ■

 

[email protected]

- Publicidad -

Noticias Recomendadas

Últimas Noticias

- Publicidad -
- Publicidad -