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Dramas contemporáneos

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA • Admin •

  • Zona de Naufragios

Hace algún tiempo glosábamos en este mismo espacio (12/06/2015) las cuitas que presenta la felicidad como principio rector o articulador de la política pública. Grosso modo: puesto que la felicidad es un concepto ambiguo y se puede experimentar de muy diversos modos y/o por una miríada de causas, su utilidad como concepto práctico y objetivo resulta sumamente discutible. Sin embargo hay vertientes en la investigación científica que se ha hecho sobre la felicidad y sus determinantes y el efecto general que estos pueden tener sobre aquella y que resultan de utilidad para atajar problemas concretos en la esfera pública. Uno de esos temas concretos es el tema del empleo, o mejor dicho, su contraparte: el desempleo.

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Al realizar mediciones sobre el bienestar subjetivo (i.e. aquel que reportan los individuos cuando se les pregunta sobre el estado de satisfacción con su vida), el tema del desempleo es clave en el bienestar reportado, mayor incluso al que puede tener el efecto de un rompimiento sentimental (divorcios o similares). Esencialmente, si bien el trabajo (y la seguridad en el mismo) tienen efectos positivos sobre el bienestar del individuo al aumentar su autopercepción de valía y autoestima, los estudios sobre felicidad y/o satisfacción con la vida han encontrado que el desempleo tiene mayores efectos más allá del mero aspecto pecuniario de falta de ingresos, impactando áreas de bienestar psicológico como las sensaciones de ausencia de autodeterminación en la vida personal, de impotencia ante el entorno y de pérdida de seguridad y autoestima.

Viviane Forrester (1996, El horror económico) documentó el creciente proceso que la sociedad moderna ya experimentaba hace unos años y que se reflejaba en una pesadilla peor que la explotación del hombre por el hombre, es decir, la ausencia de esa misma explotación, la concreción de una realidad en la que el hombre deja incluso de ser necesario para la reproducción capitalista y se revela superfluo, prescindible en su existencia. El hombre se ve forzado a aceptar, en el mejor de los casos y sin otra reacción posible que no sea la resignación, cualquier trabajo y, como regla invariable, al menor precio posible. Valga añadir que el ensayo de Forrester no contemplaba en esos años los efectos de la precarización laboral que ha aparejado la creciente automatización de los procesos productivos.

Así pues, el desempleo no es simplemente una medida estadística que nos diga más o menos cuál es el estado del mercado laboral, ni tan sólo una subutilización de la fuerza laboral: este tiene efectos crónicos sobre la persona y su bienestar concreto más allá de la falta de ingresos. Además, esta situación tiene efectos colaterales que padecen aquellos que sí tienen un empleo y que han de laborar bajo un clima de inseguridad económica (en el que las tasas de desempleo son la constante).

Ahora bien, el capital social (aquello que Robert Putnam definió como la red de relaciones interpersonales y las normas de reciprocidad y confianza que se desprenden de la misma) tiene un efecto benéfico en el bienestar del individuo y puede amortiguar situaciones de crisis. Incluso, mecanismos mentales del individuo como el grado de adaptación (acostumbramiento a la penuria, reducir sus expectativas de vida) pueden reducir un poco los efectos que el individuo experimenta. Sin embargo estas no son soluciones ni deseables ni sempiternas a un problema mayor y con efectos devastadores sobre la salud mental de las personas.

Planteada la reflexión en este marco, ¿a qué puede aspirar un mexicano ordinario en un mercado laboral raquítico que condena a 6 de cada 10 trabajadores a ocuparse en el sector informal de la economía, la gran mayoría de estos sin prestaciones sociales de índole alguna?

Un título profesional o certificado de educación, otrora medios de acceso a una vida mejor, no son hoy en día garantía de nada: 4 de cada 10 mexicanos desocupados cuenta con educación media superior o superior (es decir, aquellos por encima de la media nacional), e irónicamente, la menor tasa de desocupación (6%) es para aquellos que no concluyeron la primaria. ¿A qué aspiramos entonces, en ese mismo sistema que castiga la educación y encima paga mal?

A aquellos afortunados en contar con un empleo más o menos estable, las expectativas de crecimiento se van reduciendo cada vez más y las prestaciones son más precarias, cortesía del escamoteo patronal y la renuncia de las autoridades a proveer de un marco laboral con mayores salvaguardas. La ausencia de un seguro de desempleo, más la incertidumbre desprendida de un mercado laboral precario, combinado con la pérdida de valor de la educación como mecanismo de movilidad social y de su valoración pintan un panorama triste para las aspiraciones de cualquier individuo. Y eso sin tocar el alarmante tema de los ninis, de por sí un problema enorme hoy en día y que lo será aún más a la vuelta de los años.

¿Cuál es, entonces, la prospectiva de vida de alguien, un mexicano cualquiera que además de lo anterior vive en un entorno convulso en el que el llamado tejido social y su cohesión se erosionan consistentemente, de escaso capital social  con creciente desconfianza interpersonal (7 de cada 10 no confían en otras personas) e institucional (sólo 3 de cada 10 confía en el Gobierno Federal) y de inseguridad rampante? ■

 

Llueve sobre mojado.

 

(Cifras: Inegi Tercer trimestre 2015; IFE, 2014 Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México.)

 

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