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viernes, 26 abril, 2024
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Humanismo y tipografía

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Fue en Italia, la cuna del humanismo renacentista, donde se complementa la excelencia de la invención de la imprenta. La densidad tipográfica de la letra gótica, plasmada en la Biblia de Gutenberg, se aligera sobremanera gracias a la armonía del clasicismo italiano: el centro monástico de Subiaco y los impresores venecianos no pueden negar los antecedentes milenarios de su cultura visual y lo hacen saber por medio de las primeras muestras en tipografía romana–antigua (el origen de la extensa fuente de tipografías con remates que se emplean en el cuerpo principal de los libros impresos en el último medio milenio). En los Países Bajos se celebran las inaugurales reproducciones de libros a partir de 1470, época en que florecen en Francia los primeros impresos con forma de libro. En la península ibérica, la primera edición de algo semejante —las actas de un Sínodo— acontece en Segovia en 1472, trabajo del impresor alemán Juan Parix de Heidelberg; dos años después, en Valencia, se imprime Les obres e trobes en lahors de la Verge Maria.

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La correspondencia imprenta–humanismo está plasmada en las aseveraciones de Marshall McLuhan, develamientos publicados en el libro de cabecera La galaxia de Gutenberg. McLuhan señala que la aparición de la imprenta deduce el fin de la cultura oral. Pese a la preexistencia del libro medieval, la transferencia del pensamiento se hacía posible a través de la palabra del maestro, representada en la célebre locución de autoridad: magister dixit, frase que el alumno aceptaba como la verdad incuestionable. Los antecedentes culturales tienen su primer testimonio en Sócrates, quien “criticó el fetichismo del libro (Fedro). Dos siglos después, en otro pueblo del libro (el pueblo bíblico), dijo el Eclesiastés (12:12): ‘componer muchos libros es nunca acabar, y estudiar demasiado daña la salud. Basta de palabras. Todo está escrito’. En el siglo I, Séneca le escribe a Lucilio: ‘La multitud de libros disipa el espíritu’” (Gabriel Zaid, Los demasiados libros). Pitágoras no escribe de manera deliberada; no lo hace porque no desea aprisionarse a una palabra escrita. Sin duda, profesa aquello de que la letra mata y el espíritu vivifica, que vendrá después en las Sagradas Escrituras.

La travesía de la Edad Media al Renacimiento involucraba la cesión del monólogo al diálogo. Michel de Montaigne, en sus afamados Essais, anuncia de manera revolucionaria que el maestro no debe sólo presentar una opinión, sino una multitud de sentencias, para que así el discípulo elija entre éstas la que mejor se acomode a su propio razonamiento. Entonces la cultura se define como el producto no de un libro, sino la libre comparación tanto de heterogéneos como de variados títulos.

Estos libros deben ser manipulados con desenvolvimiento por el lector, quien ha de poseer un fácil acceso a ellos. Al centuplicar los tirajes de las ediciones, la imprenta hace posible un producto más económico y facilita la indispensable accesibilidad al conocimiento.

En el párrafo 274 de su libro, Marshall McLuhan bosqueja la idea de que “la tipografía, por su naturaleza, ha impuesto la regulación y la estabilización de las lenguas”. En efecto, el libro impreso es un acto mágico donde la escritura se hace imperturbable, generando una ecuanimidad en la elocución al multiplicarse en cada tiraje por cada edición publicada. Los alcances de tal aseveración se comprenden mejor en la medida en que se complementa con el pensamiento citado en el párrafo 287: “la imprenta ha creado el centralismo gubernamental pero (junto al uniformismo nacional) ha creado también el individualismo y la oposición en tanto que ella mismo lo es”. Por tanto, la unificación lingüística estipulada por el libro origina una comunidad de entendimiento. Es posible aseverar lo anterior en dimensiones de identidad nacional cuando un grupo de personas están capacitadas, al unísono, de comprender el mismo impreso. Para redondear la reflexión de McLuhan, habría que finalizar con un pensamiento sobre el libro: éste, en su pluralidad, provoca y evoca la supervivencia de una libertad de pensamiento y una felicidad pocas veces posible.

En una regresión a la imprenta primigenia, de finales del siglo 15, está la producción con igual carácter primigenio, los incipientes ensayos que llevan el título de incunables, del latín cunabula que significa literalmente “pañales”. Así se designa su condición originaria. El nacimiento de estos libros implica un complejo de inferioridad técnica porque son el fruto de una maniobra mecánica y están imposibilitados de rivalizar en belleza artesanal y prestigio pecuniario con los manuscritos de la Edad Media, de los cuales el libro impreso toma como modelo inmediato e imita hasta donde le es posible. Por ello copia las iniciales decoradas y cede un espacio asignado para que la intervención del artista ornamente a semejanza de su antecesor. Sólo el indiscutible avance del tiempo dará las técnicas y los recursos unívocos del libro que lo harán ser un paradigma insólito pese a sus afinidades inmersas en la tradición medieval. El éxito de la imprenta y del libro tuvieron repercusiones de tanta vastedad que seguirán permeando por mucho tiempo más. ■

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