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domingo, 5 mayo, 2024
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El derecho a pachequear

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA •

■ Zona de Naufragios

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Las buenas conciencias de este país están devastadas: la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ha abierto un resquicio para que el tsunami de la decadencia mariguanera -en forma de nube sicotrópica- avasalle con nuestra campechana y provincial tranquilidad. Todo lo cual sería cierto si esa ficción –que en sí es más producto de algún rudísimo alucinógeno- tuviese algún asidero en la realidad: ni se ha legalizado nada, ni existe tal vida bucólica/romántica ni decadencia que no sea la que provocan otras formas de convivencia más nocivas a las que les hemos dado carta de naturalidad sin mayor aspaviento. Ni, por supuesto, una decadencia inducida por el consumo de drogas aunque sí por las actividades asociadas a éstas.

Lo que sí sucedió fue admitir en voz alta y de forma institucional lo que la terca realidad se esmera en demostrar, ya en nuestras latitudes, otrora en otras geografías. El permiso que se le concedió a un puñado de personas para el consumo de mariguana se otorgó en función del argumento del derecho de toda persona a su desarrollo personal a través de las opciones que ésta, en su soberanía personalísima, seleccione; incluso si van en menoscabo de su integridad y siempre y cuando no afecte a terceros.

Porque el uso que se hace de la droga tiene mayormente fines recreativos, vamos, de la misma forma en que alguien se bebe un vaso de cerveza o una copa de vino o enciende un cigarrillo. (En general, la persona puede aducir cualquier razón para el consumo de drogas, penalizadas o no, que si rituales, místicas, espirituales, relajamiento físico o mental o tan sólo por inflamación de las gónadas. Eso lo decide cada quien.)

Lo que el costumbrismo asume como dogma de fe es que la mariguana es nociva para la salud, tanto individual como colectiva, por lo que su consumo debe ser penalizado. Es la droga de entrada, dicen, el empujón hacia el tobogán que desciende a los infiernos de la perdición concupiscente. (Hablar de legalizar es muy distinto a hablar de despenalizar, como ya lo sugirió Savater hace un montón de años: se prohíben –o no- ciertas conductas, mas no se legalizan o ilegalizan.) Lo que los guardianes de las buenas costumbres soslayan en su argumentación es que drogas socialmente aceptadas como el tabaco y el alcohol, sí matan gente y un montón. Además, el prejuicio prohibicionista esgrime que las drogas están indefectiblemente asociadas a la adicción o la delincuencia o ambas, con lo que se contribuye a su estigmatización. Quizá el ejemplo más conspicuo del fervor punitivo de ese costumbrismo ultramontano sea la era de la prohibición del alcohol en Estados Unidos, lo que no disminuyó la producción o el consumo, sí generó una serie de actividades criminales alternas (producción, distribución y control de mercados) y sí entronizó a las bandas criminales. Al levantarse el veto, se reguló una industria, aumentaron los ingresos del Estado vía impuestos y se redujo la criminalidad asociada y el país no se desmoronó por que hayan cundido las pasiones dionisiacas.

Es decir, la estrategia punitiva y represora con la que se ha abordado el tema de las drogas no ha dejado otra cosa que no sea una cauda de muertos, estigmatización de los usuarios y confusión generalizada. Se nos olvida que el individuo es capaz de tomar decisiones y asumir sus consecuencias. Vamos, es prolongar la concepción del individuo como infante al cual debe tutelarse sempiternamente en su toma de decisiones.

Lo que la decisión de la SCJN hace es abrir la puerta a un debate amplio sobre una estrategia de combate a las drogas que México ha resentido agudamente (sobre todo en los últimos años) y transitar hacia una realidad más acorde a nuestros tiempos vía la despenalización y evolución de un marco legal anacrónico.

Ignorar que el consumo de drogas conlleva riesgos es también miope. Pero lo mismo sucede con el consumo irresponsable de, digamos, harinas y azúcares. Al enfermo, al adicto, lo mismo que al alcohol u otras drogas o conductas, debe tratárseles como lo que son: enfermos y no (necesariamente) criminales. El consumo de mariguana puede desarrollar episodios psicóticos o estados de aletargamiento ininterrumpidos, del mismo modo que un fumador empedernido desarrolla enfisema o cáncer o el bebedor concupiscente daño hepático o neuronal. Mas eso no se combate con actitudes moralinas decimonónicas. Eso se combate con la formación sólida del individuo, con información y no con prejuicios.

La pelota está ahora del lado del Estado mexicano quien debe responder a esta exigencia de la sociedad. Como eventualmente sucederá la despenalización del consumo, los debates futuros deberán contemplar toda la cadena del producto, desde la producción hasta la venta; entonces deberán tomarse decisiones muy serias al respecto de la regulación de los gravámenes al consumo como a la producción y venta; si por ejemplo se intenta incrementar la recaudación con la liberalización del mercado o desalentar el consumo vía impuestos más altos, etcétera. Regular a su vez el consumo por ejemplo vía clubes o locales establecidos, limitar las cantidades permitidas, etcétera.

La sociedad en pleno puede beneficiarse de este movimiento: se reduciría la criminalidad (golpear sus ingresos, abatir la delincuencia asociada a la comercialización) y se garantizaría al individuo su autodeterminación y el ejercicio de sus libertades básicas y al enfermo un trato acorde a su estado. Lejanos, pues, del paternalismo intolerante e ignorante de nuestro tiempo. ■

 

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