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sábado, 4 mayo, 2024
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El canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA • Araceli Rodarte •

Mi versión sobre Beatriz

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Antes de que este escribiente topara con la exquisita novela Siglo de un día, del maestro Eduardo Lizalde, me aventuré a recrear, con los pocos datos que tenía, el episodio más intenso en la extraordinaria labor de la profesora Beatriz González Ortega: el que aconteció el 23 de junio de 1914. Después vi cómo Lizalde la desarrolla, con gran tino. Con todo, no me privo de compartir esa visión personal sobre el episodio, la que propongo a continuación:

 

Junto con todos los estragos que produjo, la cruentísima batalla de Zacatecas tuvo como colofón un ocaso que competía en carmín con los delgadas ramificaciones de sangre sobre las calles comprendidas entre Zacatecas y Guadalupe.

Se había teñido la roca que cobijaba a las grutas minerales. Entre nopales, breñas y huizaches se escuchaba a quejumbrosos señores y adolescentes que invocaban a la Virgen, San Judas Tadeo o a las ánimas benditas del purgatorio. Muchos de ellos vestían el uniforme caqui que distinguía a las fuerzas militares federales. A unos metros de ahí se divisaban también camisas de manta de los hombres que comandaba Felipe Ángeles. Allá, bajo un peñasco en las faldas del Cerro del Grillo, se hallaba Juan de Dios, “pelón” de veintiún años con apenas dos de servicio. Una ráfaga le había destrozado el hombro, le había quemado literalmente la camisa, y los dolores le eran insoportables. Sentía también destrozada la pierna izquierda y quizá por la caída entre las piedras se había quebrado algún hueso, ya que le dolía mucho el pecho.

“Maldita la hora en que decidí enlistarme”, pensó en uno de los arranques en que la culpa lo malaconsejaba. “Malditos sean los villistas, hordas salvajes y sanguinarias que se estrellaron con todo contra nosotros. Maldito el momento en que murió el señor Madero y Pedro Lascuráin lo relevó. Maldito el momento en que renunció el sumiso Lascuráin para que nos plegáramos a las órdenes del general Huerta”.

Ocho horas habían transcurrido desde las diez de la mañana en que se escucharon los primeros trompetazos. El fragor parecía insoportable a eso del mediodía, de las dos, las tres de la tarde. Ahora el ruido menguaba: a lo lejos se dejaban oír algunos disparos aislados.

“No quiero morir de esta forma tan absurda”, se dijo Juan de Dios. “No puede ser que mi vida termine de este modo”, se insistió y en medio del ocaso recordó los suyos en la sierra norte de Puebla, cuando salía de la casa de sus padres, allá en Cuetzalan, y enrollaba para su padre el cigarro de hoja.

“San Francisco de Asís, te encomiendo mi alma para Nuestro Señor”, masculló a punto de abandonar toda esperanza cuando fue interrumpido por un ruido de pasos. Dos hombres que sostenían una camilla de tela, uno de ellos con pantalón de pechera, lo vieron y comenzaron a gritar.

―¡Acá mero, don Francisco!

―Ya lo vi. Pobre muchacho…

Se acercaron con dificultad por entre las rocas y el reciente olor a pólvora.

―Aguanta, muchacho. Te vamos a llevar a buen recaudo.

Quizá se desmayó durante el recorrido… jamás lo supo exactamente. El subibaja de la camilla fue adormilándolo; cuando abrió los ojos vio varias vigas y una gualdra más que gruesa contra un techo color crema. El agua lastimó a su dolor con una frescura inesperada. Sintió ganas de alejar el hombro sanguinolento de las manos de ese hombre que lo lavaba. Por impulso se incorporó un poco.

―Doctor Guillermo…

―Lo veo, maestra. Ya pronto terminamos esto, joven. Aguante.

Juan de Dios apretó los labios y cerró los ojos por un instante. Luego miró a la mujer: arremangada y con salpicaduras de sangre a lo largo de los brazos, cabello recogido, gafas redondas con metálica armazón algo frágil.

―¿Do… Dónde estoy?― alcanzó a musitar.

―En la Escuela Normal. Descanse, no se esfuerce― le dijo ella con voz muy suave.

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