Preámbulo: disculpará el lector, que, aprovechando las fechas, me atreva a la reiteración de lo que es evidente para cualquiera que se preste a reflexionar sobre los temas que aquí aproximo: corrupción, poder y transparencia. Las ideas que aquí se transcriben ni son nuevas ni gozan de una originalidad que martille la mente, son apenas, perogrulladas, que sin embargo, en el contexto de simplificación de la cosa pública que vivimos en nuestros días, no está de más recordar, traer a estas páginas y reiterar.
Es difícilmente debatible que la corrupción ha sido una limitante constante en la historia de nuestro país para alcanzar los niveles de desarrollo que le corresponden a un país con sus recursos, con sus oportunidades, con su ubicación geográfica y ese largo etcétera que nos repetimos para no perder la esperanza. Sin embargo, la corrupción ha resultado ser también la más astuta de nuestras patologías nacionales. Utiliza las más indescifrables tretas, se mezcla con las buenas intenciones y contamina la utopía. Se ha logrado confundir con “un mal necesario” y se ha instalado no pocas veces, incluso, con cierta ironía pedante frente a las soluciones que, complejas, no ofrecen extirparla, sino identificarla y contenerla.
La corrupción es inherente al poder. Es cierto, y podría ser hoy un axioma, la conclusión de Lord Acton: si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente. Por ello, el camino para combatir la corrupción comienza con limitar el poder. No hay mucho qué indagar al respecto, las fórmulas nos acompañan hace siglos; para acotar el poder, la solución inmediata a la mano es dividirlo. Confrontar la natural ambición de los hombres entre sí, logrando, de ese choque, un límite constante. Para ello hay que dotar de la suficiente libertad y reglas, para que las ambiciones se desarrollen con cierta equidad.
Pero no sólo eso. Limitar el poder no solo se logra contraponiendo a los poderosos que, miembros todos de la élite, bien pueden llegar al acuerdo que da origen a la impunidad, por lo que, el poder más amplio debe siempre estar en manos de la colectividad, que cada día es más plural y compleja, sin embargo, encuentra pronto puntos de encuentro en acuerdos esenciales para el interés público.
La herramienta por excelencia para ejercer este poder es el voto, como expresión de voluntad individual, que en la suma, se vuelve popular y, por mayorías, define quién toma las decisiones públicas. Empero, conforme la complejidad, ha hecho acto de presencia en nuestras sociedades; ha sido evidente que la democracia no se agota en quien toma las decisiones, sino en cómo, por qué y el contexto en el que se toman tales decisiones. Para tal efecto ha surgido la transparencia como un derecho “llave”, es decir, que abre, que permite apropiarse de otros derechos, justo a partir de la información que nos empodera para conocer el contenido de las decisiones que son públicas y que, por tanto, deben estar siempre a la disposición del escrutinio.
A esta sencilla fórmula de elecciones y transparencia, las democracias modernas han asociado el control constitucional para afianzar la esencia transversal de toda democracia plena: los derechos humanos y sus garantías, que dan sentido a todo el cuerpo político que implica la posibilidad de vivir en plenitud: la libertad para decidir, por mayoría por lo que es público, con individualidad, sobre lo que nos es personal.
Sirvan pues estas perogrulladas en pascuas para abonar a un debate que apenas comienza por estas fechas, cuando la premeditación o el azar político ha conjugado la defensa de todas ellas en tres instituciones, en este orden: el Instituto Nacional Electoral (INE), el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) y la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SJCN).
