19.6 C
Zacatecas
sábado, 4 mayo, 2024
spot_img

El Canto del Fénix

Más Leídas

- Publicidad -

Por: SIMITRIO QUEZADA • Araceli Rodarte •

Profesores infames

- Publicidad -

Recuerdo con algo de preocupación una frase que hace poco emitió Larry Smith, profesor de Economía en la Universidad de Waterloo, Canadá, en medio de una conferencia: “Cuando tenía 5 años, yo creía que era un genio. Pero mis profesores se encargaron de arrebatarme esa idea”.

Aunque la enunciación suene a broma, encierra una realidad que, al menos en nuestra sociedad mexicana, puede resultarnos muy conocida. Sería ingenuo negar que existen profesores más abrumados por su situación laboral o personal que por una vocación de servicio, rara avis en estos tiempos posmodernos. Y, como ilustra la canción más emblemática del grupo británico Pink Floyd, estos trabajadores de la educación vuelcan en los alumnos toda su frustración.

Escribo sobre profesores infames. Fui alumno de algunos: la más memorable fue aquella profesora en primaria pública cuya arma cotidiana “no es metáfora, por desgracia” era un blanco cable de conexión telefónica doblado en cuatro. La señora, esposa abandonada con un par de niños de 3 y 4 años, se plantaba como una Indiana Jones en su gruta privada, llena de indios e indias de 8 años a quienes nos vapuleaba a placer. Solía gritarnos “burros, jumentos” y nos decía que estábamos condenados a trabajar como cargadores de leña.

El día que cuatro alumnos decidimos revelar a nuestros padres lo que ella hacía, la profesora puso una cara de Juan Pablo II que ni mandada a hacer. Frente a los papás indignados, la doña disolvió el cuarteto y nos preguntó uno a uno si de veras nos constaba que ella nos maltrataba. El arqueo de esas cejas disfrazadas de extrañeza bastó para disuadirnos.

Otra profesora se empeñaba en torturarnos con exámenes llenos de preguntas mal redactadas e incomprensibles. Cuando entré a secundaria otro profesor, dizque de Educación en la Fe, se desgañitaba para acusarnos de niños ricos, hijos de ladrones, júniores sin oficio ni beneficio, sin saber que más de la mitad de los alumnos en ese colegio de pueblo éramos becados de uno u otro modo.

Durante esa época, uno de mis docentes se complació, incluso, en un pleito que sostuve contra dos compañeros de un grado menor. Acompañado él por tres de mis compañeras más guapas a la hora del recreo, recargado contra una barda pequeña, se hizo de la vista gorda frente a lo que sucedía para disfrutar el espectáculo gratuito. En un momento dado perdí de vista al contendiente más corto de estatura y entonces sentí la patada en mi entrepierna. Sentí que la cintura se me derretía y en ese instante el profesor “espleitador” adoptó su papel de formador y llegó a nosotros para preguntar qué estábamos haciendo. Es decir, para mi ventura, que dio fin al combate en mi punto de no retorno.

Conocí al director de preparatoria que fumaba dentro del aula y al terminar su cigarro, escoltado por dos botes para basura, abría los vidrios hechos persiana para lanzar la colilla al patio. Conocí al profesor que vendió el examen final de su materia y exigió como pago cuatro llantas nuevas para su vehículo. Conocí a la profesora chaparrita que frente a senda generación escolar elegía a determinado alumno de complexión robusta para coquetear con él durante el año.

Hace 19 años ingresé al sistema educativo de Zacatecas como profesor interino de primero de primaria. Al siguiente año me asignaron el grupo “A” de tercer grado. Cuando el programa de estudios me ordenó que revisáramos multiplicaciones con un dígito, me di cuenta de que en el año anterior los niños no habían conocido ni por casualidad las tablas de multiplicar. Durante la hora del recreo busqué a quien fuera profesor de ellos en el ciclo anterior y le pregunté porqué había omitido enseñarles eso. El hombre estaba rodeado por varios colegas y frente a ellos soltó su carcajada: “No se lo tome tan en serio, profe Simitrio. Los muchachos aprenderán con, sin y a pesar de nosotros”. Hoy ese profesor es inspector de zona, por cierto.

Hay todavía en nuestras escuelas profesores infames, castrantes e hipócritas. Los hay sádicos y petulantes, jueces perfectos y lujuriosos reprimidos, expertos en grilla y evasores del trabajo. Nadie es perfecto, claro, pero uno espera en los ámbitos formadores a personas más comprometidas que el promedio, que consideren más la vocación que el escalafón.

Me lo decía muy bien un ex jefe de región escolar: “El día en que a los profesores comenzaron a darnos compensaciones nos volvimos ambiciosos. Compramos moto, carro, camioneta y escapamos de las comunidades a nuestro cargo. Dejamos de ser ejemplo en la comunidad para escapar y olvidarnos de nuestra tarea”.

No pido profesores castos ni abnegados. No soy quién, no tengo siquiera la autoridad moral pertinente. Pero no por ello dejo de preocuparme no por mí, sino por mis hijos y los hijos de mis contemporáneos. ¿No será también que los profesores de hoy somos reflejo de nuestra sociedad y los intereses que ella persigue, los que nosotros en ella perseguimos?

Como ven, como vemos, la tarea es mucha.

[email protected]

- Publicidad -

Noticias Recomendadas

Últimas Noticias

- Publicidad -
- Publicidad -