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lunes, 18 marzo, 2024
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Matar al mensajero

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Por: LUCÍA MEDINA SUÁREZ DEL REAL •

El primer mensajero que dio la noticia sobre la llegada de Lúculo estuvo tan lejos de complacer a Tigranes que éste le cortó la cabeza por sus dolores; y sin ningún hombre atreverse a llevar más información, y sin ninguna inteligencia del todo, Tigranes se sentó mientras la guerra crecía a su alrededor, dando oído sólo a aquellos que lo halagaran…” (Plutarco, Vidas paralelas)

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La primera vez pudo ser un exabrupto, una torpeza provocada por los ánimos caldeados y la piel delgada de quién se asume a sí mismo como alguien que “no es político”. La segunda, la tercera, la cuarta vez que en lugar de escuchar las noticias se mata al mensajero, es preocupante.

Contrario a la amabilidad y gentileza que lo ha caracterizado a menos de un año de gobierno hemos visto ya varias veces en las que el mandatario estatal se va contra el mensajero.

La más reciente de ellas fue en la presentación de la plataforma Obra transparente, en el Museo Felguérez, los reporteros le preguntaron cómo pensaba cumplir con su promesa de campaña de someter su gobierno a una evaluación que de ser reprobada lo haría dejar la gubernatura a los dos años de ejercicio si no había ley que se lo permitiera de acuerdo a los legisladores de su partido.

Confirmó que no tenía forma de hacerlo, y enfatizó que él es respetuoso de la ley -como si reformarla fuera violarla-, y que no buscaría alternativa para hacer válido el lema de campaña ese que decía “Tello es garantía” y “Si no cumplo, me voy”.

Con eso cerraba la posibilidad de buscar una alternativa a lo que hasta ahora no le permite la ley. Aunque para ser más precisos, tampoco le prohíbe intentar, pues apenas van dos resoluciones (de cinco necesarias) de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el sentido de declarar la revocación de mandato como inconstitucional.

Además, no pasa inadvertido que dichas resoluciones ocurrieron en 2009, y 2012, es decir, que cuando eso se convirtió en una promesa de campaña ya se tenía conocimiento de las mismas.

Tampoco puede omitirse que hay alternativas jurídicas para solucionar esto, como plantear una reforma constitucional, o bien, cuando menos hacer un ejercicio de consulta como el que hizo en su momento Andrés Manuel López Obrador como jefe de gobierno de la Ciudad de México o el que hizo apenas el fin de semana Enrique Alfaro, alcalde de Guadalajara.

Pero ante la evidente molestia del gobernador, y del séquito que lo acompañaba, no hubo manera de profundizar en el tema, porque se atribuyó que éste se encontraba en discusión no ya por haber sido tratado por los diputados oficialistas un día antes, sino porque según el mandatario era algo que traía un medio de comunicación, e incluso dijo que recibía chantajes y presiones de medios que “tiro por viaje lo renunciaban” por ya no recibir los convenios de publicidad que generó su antecesor, cuando él era secretario de Finanzas.

Declaraciones con esa ligereza se han dado ya con anterioridad, cuando se acusó a las empresas mineras de ofrecer varios millones de dólares para eliminar el Impuesto Ecológico, y luego, hubo necesidad de disculparse ante la imposibilidad, o falta de voluntad para probar esos dichos.

Posteriormente se fue contra un medio de alguien “que ni siquiera  era de Zacatecas”, en una declaración xenófoba más digna de Donald Trump que del gobernador de un estado que si algo lo caracteriza es la migración.

Días previos a esto, ante los cuestionamientos de si era adecuado el gasto de 40 millones de pesos en un estadio que usa el Grupo Pachuca, o si sería más prudente usarlo para labores sociales, aludió por su nombre al director del medio que lo cuestionaba, y preguntó si el dinero que se pagaba como convenio de publicidad no podría tener un mejor fin.

Los ejemplos en cuestión son de los medios de comunicación, pero también han tocado a opositores, activistas y académicos, a quienes ha advertido en más de una ocasión que “se están equivocando” con sus críticas.

Descalificar al mensajero en lugar de rebatir el argumento es asumir como personal la discusión de algo que por definición es público.

Anteponer las diferencias con particulares en lugar de acudir al debate de las ideas es confesar que no las hay, o bien, que éstas no tienen la fortaleza suficiente para poderlas someter al escrutinio público como se supone que se hace en democracia.

La política, como toda actividad humana, y más de índole público, conlleva opiniones negativas y desacuerdos, y no hay dedos suficientes para poder señalar a cada crítico por sus dichos. Sería más fácil dejar que los hechos den la última palabra.

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