Cayeron los cuerpos sobre la tierra húmeda, escuché el sonido de los vientos del sur tomándonos por sorpresa. Fue la primera noche que cortejamos entre las hojas bailando sobre tu vientre. Nuestros labios hicieron la sobremesa antes de que las lenguas se hicieran nudo y se ahogaran con las ganas de morir aquí, seguir allá: permanentes, inmóviles, eternos entre el silencio murmurante. Ya lo esperaba. El tiempo nos unió en un pacto. Abrí más los ojos, extendí mi mano hasta rodear tu silencio, toqué su perfecta estrechez de tu ansia y así, por minutos, hasta la lluvia arreció. Corrimos a escondernos bajo el puente, fuimos presa del arroyo cubriendo los tobillos mientras el tiempo era nuestro. De vez en cuando, el ruido de las gotas gruesas rompía el paisaje confundiéndose con las plumas de una paloma blanca. En el puente, yo en lo mío, tú en lo nuestro.
Más allá de los dos, el agua subió, sentí mis dedos lagrimear en repetidas ocasiones. No bastó el encuentro de los cuerpos. Las luces lejanas mostraban tu rostro ávido, las goteras formaban círculos alrededor. Te había dicho que te quería, no te dije cómo, cuándo ni dónde y, por ese momento fue suficiente, bastaron dos palabras para continuar el exilio del mundo. Los pies hablaron con la arena, invitaron a probar del fuego, tomé tus manos y el ruido del agua no dejó escapar el sonido de tu voz, luego bajito, de aquí, de allá, por aquí, así, más… subió todavía más.
Mi silencio se vació en tus oídos, nos vivimos hasta el límite. Del riachuelo emergieron respiraciones lentas mientras el vapor terminó de humedecernos, navegamos sobre azul, contemplamos la oscuridad, la luz. Renunciamos al perdón. La tempestad cubrió todo olvidándonos tirados a la orilla del río. Amaneció. Mis labios volvieron a tu cuello, dispuestos a continuar.
