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martes, 19 marzo, 2024
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Por: REGINA LARIOS •

El último viaje

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Sólo se escucharon gritos y dos detonaciones. Los mataron a balazos, los mataron sin razón.

Nadie supo de su muerte hasta dos días después, cuando sus familiares vinieron a buscarlos. Sucedió en Huitzila, allá donde las leyes y el Estado ni siquiera simulan que existen.

Uno de ellos no superaba los 35 años, el otro ni siquiera llegaba a los 40. Vivían en Jalisco, vivían de vender frutas y verduras en el pueblo que los vio nacer. Cada semana iniciaban un recorrido con su camioneta cargada de productos y de sueños porque de eso vivían sus familias, de eso compraban los útiles escolares de sus hijos, con eso adquirían el peluche con el que dormían.

El pasado lunes fue su último viaje. Antes de llegar a Milpillas alguien “se los retacó”, alguien les quitó la vida. En el lugar de los hechos sólo queda sangre y rabia, porque los asesinos les tenía deparado un destino aún peor.

Cargaron sus cadáveres, los llevaron a un basurero y los sepultaron bajo una plancha de cemento. Ahí, los criminales que zanjaron su existencia, pensaban edificar un templo a la niña blanca a la santa muerte.

Nadie sabe por qué los eligieron a ellos como uno de los ingredientes del ritual macabro, sólo quedan las especulaciones de los vecinos de las comunidades.

La primera que adelantan, es que pensaron que nadie notaría su muerte, que no eran del pueblo y que nadie los vendría a buscar.

Pero eran del pueblo, eran de Huitzila, compartimos los primeros años de la primaria juntos, jugamos muchas veces a las canicas a la hora del recreo y a los encantados en la plaza.

Pero su familia se mudó a Guadalajara y se los llevó. Cuando crecieron, empezaron a trabajar y ahorraron para comprar una camioneta de redilas. Para ellos fue su herramienta de trabajo e iniciaron sus viajes cada semana a los pueblos de Milpillas, Hacienda de Guadalupe y Huitzila para comercializar sus productos.

Aquellas latitudes son de “las olvidadas de dios”, de difícil acceso y en las que por obvias razones existe poca oferta de frutas y verduras frescas, por lo que ellos vieron en su distribución una forma honesta de vivir.

Personas como mi madre siempre los esperaban como “agua de mayo”, aparte de proveerla del mandado de la semana, también le llevaban mariscos que tampoco se comercializan en Huitzila. Marcelo, el más joven, era el más carismático. Cuando llegaban a Huitzila, sabíamos de su arribo por la música que siempre se oía en altavoz que portaban en su camioneta, pero cuando llegaban a mi casa, Marcelo tocaba la puerta y se anunciaba con un: “Tía, ya llegamos”.

Elías, el mayor, era el más serio, lo recuerdo siempre sentado, siempre despachando con mucha agilidad.

Hoy, yacen en el Semefo de Tlaltenango. La justicia no los encontró, ni siquiera se apersonó a tiempo. Los halló la gente que averiguó sobre las intenciones de construir una capilla a la santa muerte del sicario que los asesinó.

Los identificaron sus esposas, ahí, entre la basura, por la ropa que portaban. Ahí los velaron toda la noche de este miércoles.

“SE MATAN ENTRE ELLOS”, ladran una y otra vez las autoridades. No, no se matan entre ellos. Ellos matan a quien se les atraviesa, a quienes piensan que los vio feo, a quien les sirve para sus rituales, a quienes creen que nadie los quiere.

El dolor y la rabia pocas veces había privado con tanta fuerza en aquellas comunidades. “Mataron a esos muchachos, mataron a unos inocentes” se repite la gente una y otra vez como tratando de creer lo que pasó.

La gente está cansada convivir con la muerte. Sólo aseguran una cosa, “aquí, eso nunca volverá a pasar, no volveremos a permitir que ningún sicario llegue a nuestro pueblo”.

Descansen en paz Marcelo y Elías Castro Flores, quisiera prometerles que su muerte no quedará impune, pero vivimos donde la ley y la justicia nunca han existido.n

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