La Gualdra 255 / Río de palabras
Tomó el cigarrillo. Arrojó dos o tres bocanadas y terminó por pisotearlo. Una silueta recorre la ciudad con un perro al lado, las manos en los bolsillos y una mueca de satisfacción. La lluvia del invierno cesó. La gente corrió a esconderse bajo las cortinas que habitan el lugar.
Tres horas antes, una elegante mujer transita en su auto la calle principal del suburbio. Hace parar el vehículo a un costado del famoso café. Baja cautelosa. Abre el paraguas. Camina algunos metros. Con sincrónicos movimientos perturba las miradas de algunos transeúntes que cuidan sus pasos. Saluda con cautela a un hombre de mediana estatura, tez blanca y ojos azul intenso.
Entran al café. Minutos después salen en busca de otro refugio que les permita cumplir con el deseo de los amantes a hurtadillas. En el tercer piso del hotel, se redescubren poco a poco. Los guantes de ambos caen sobre el suelo y luego las pieles se viven. El viaje de sus manos recorre el cuerpo tembloroso de una primera vez. El hombre arroja de su cabeza un gorro inconfundible. La mujer facilita el viaje y se deja caer sobre la cama que les reserva los mejores momentos de un fin de semana.
Viajan en tranvía, en auto, en tren. Los besos son el único interruptor de ese silencio que asusta. El trayecto termina.
En la oscuridad de la habitación, una silueta toma sus pertenencias, se viste. Debe marcharse de inmediato, da un beso al bulto entre sábanas. Deja unos cuantos billetes sobre la cama y se despide. Más tarde, en la habitación del hotel encuentran el cuerpo de un hombre con la mirada extraviada, perdida en su azul intenso.
Afuera, desde el famoso café, la silueta arroja al drenaje el último cigarrillo que contiene la cajetilla. Toma una fotografía al viento y se esfuma junto al humo mientras la radio anuncia: “Se busca asesino serial con trastornos de doble personalidad”.
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