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viernes, 26 abril, 2024
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Peer to peer

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

El maremágnum de la web ha generado una confusión atroz: enredar la cultura digital con los nuevos soportes. En este entorno, concurre una cuantía reveladora de sospechas que suponen a Internet como una verdadera revolución cultural: nuevas formas de arte aparecen cada semana, arte que resulta imposible clasificar según los criterios tradicionales. Las fronteras entre artista, productor y espectador se difuminan. Los inéditos sistemas de digitalización consienten la adjudicación y la actualización de toda clase de materiales para ser aprovechados en otras condiciones donde, en repetidas veces, el concepto de autor entra a un estado de crisis. La sencilla adquisición de software, que anima a la autoedición de textos e imágenes, permite que un mayor número de personas emprenda la generación de proyectos artísticos. A lo anterior se suma la disposición de copia y transferencia que ofrecen las nuevas tecnologías (los conocidos programas peer to peer).

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La cultura digital es una concepción más amplía que los triviales procesos ejecutados en un ordenador con la última actualización del sistema operativo; no se reduce a la simplicidad de un vínculo entre manifestaciones artísticas y culturales realizado mediante dispositivos de almacenamiento y otros componentes electrónicos. ¿Acaso la pintura es el conjunto de producciones artísticas y culturales realizadas con tintes naturales y/o artificiales sobre un espacio, normalmente en lienzo o papel? De manera asombrosa, existen redes completas de usuarios cuyo convencimiento en su praxis se suele guiar bajo la siguiente premisa: cualquier cosa filtrada a través de una computadora se transforma, ipso facto, en «cultura digital». Así, un individuo que captura una serie de acontecimientos bajo la ejecución de un dispositivo de almacenamiento —sea teléfono celular, un iPhone o cualquier cámara no análoga— suele autodenominarse fotógrafo y, en ocasiones, hasta asignarse una investidura todavía más carente de sentido: «artista digital».

Esta concepción es una manera poco factible de sostener. El hombre del siglo 20 ha estado inmerso en una costumbre añeja que lo hace interactuar con las tecnologías físicas —una cafetera de alta pressione diseñada por Enzo Mari o la genialidad de Peter Schreyer plasmada en el TT Roadster de Audi—, cuyas propiedades están perfectamente delimitadas por los materiales que se usan y las leyes físicas en las cuales están afincadas. Sin embargo, las tecnologías de la información son mera programación, código, lenguaje que es totalmente maleable, más aún que la materia empleada en la coraza Animal del traje de buzo de Stephen Peart. En un caso inmediato donde el correo electrónico resulte inseguro porque deriva en un modo fácil de ser interceptado, el hecho mismo no es un acto de permanencia; es posible alterar ese estado a partir de protocolos criptográficos que den una mayor seguridad y eficacia a la mensajería digital. He ahí el error, bastante común, de quienes pretenden cifrar su actividad artística en artimañas inherentes a filtros prediseñados. A partir de estas circunstancias, en los programas actuales de edición gráfica se consiguen tipologías globales de la cultura digital, sin que en ello prevalezca una consciencia sobre lo perecedero de esas características, que dejarán de existir al momento en que la arquitectura de la red cambie o cuando la transcripción del Photoshop emigre a una nueva versión.

Entre estos elementos que definen escuetamente el entorno digital —el multimedia, la interactividad, el hipertexto, el escapismo, la velocidad y la desterritorialización—, el centro de la cultura ha dejado de ser el autor, el artista, cediéndole este lugar de privilegio al receptor. Las obras intelectuales de la cultura digital ya no se cimientan en una concepción individual, solipsista; la dinámica de la colectividad organizada se ha suscitado como un proceder de la creación. El artista deja de ser el genio en el sentido estricto para transformarse en un productor. El artífice compone un instrumento que será complementado por el público que lo use, desarrolle y difunda según sus intereses, que no tienen porque coincidir ni estar inducidos por la voluntad original del creador primigenio.

Resulta cierto que esta revolución tiene implicaciones en concepciones clave de la cultura, como la credibilidad. El artista plástico M. C. Escher señaló, alguna vez, que se consideraba un médium, como si los personajes y temas se materializaran a través suyo y él sólo se confinara a operar de puente para su revelación. Aquello que en Escher era una mera metáfora para representar su oficio personal al generar arte, ahora se está trucando en realidad en la cultura contemporánea. La labor del artista en la web es textualmente la de un médium: brindar una estructura, una herramienta, un canal donde el espectador sea quien se pronuncie. Así, los proyectos culturales de creación colectiva consiguen poner al alcance de todo el mundo —y no sólo de los involucrados en la informática— los instrumentos que permitirán el desarrollo integral dentro de la sociedad de la información. Ante estos nuevos escenarios provistos por un contexto todavía inacabado, la cultura comienza a sobrellevar las permutaciones de una evolución a lo digital que, de igual forma, conlleva un empobrecimiento que parece impostergable.

Correo electrónico: [email protected]

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