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martes, 30 abril, 2024
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La participación ciudadana, condición indispensable para detener la descomposición institucional

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Por: RAYMUNDO CÁRDENAS HERNÁNDEZ •

Los habitantes de un territorio delimitado por un Estado nacional cooperamos, coincidimos o entramos en conflicto en distintos campos agrupados en dos esferas: la de lo privado (Iglesias, clubes, asociaciones diversas) y la de lo público (lugar de lo político por antonomasia). La participación del pueblo en las asambleas políticas y/o en el sistema de medios de comunicación y en las redes, es la que posibilita el acercamiento y activa un mecanismo de control fundamental entre los representados y sus representantes, condición sine qua non para una democracia legítima. Sin embargo, una parte importante de la gente no participa en la esfera de lo público. De acuerdo con Enrique Dussel, la relación del poder entre los representados y sus representantes se materializa en dos tipos de poder político: la potentia, que hace referencia al poder en primera instancia, pero sin capacidad fáctica, que lo tiene siempre el pueblo, y la potestas que se refiere al poder institucional que se desprende de la necesaria mediación entre los dos polos de la relación. Para que la comunidad pueda hacer realidad su voluntad, debe poder usar mediaciones, técnico-instrumentales o estratégicas que permitan llevar a la práctica el consenso comunitario (o popular). La potentia (que es el fundamento de todo poder político) para que no quede en una mera posibilidad inexistente debe, en palabras de Dussel, “actualizarse” o “institucionalizarse” para poder cumplir la voluntad del pueblo soberano. Ese es el papel de los poderes del Estado y de sus burocracias.

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En este sentido aparece el concepto de “mediación” como un concepto clave de una democracia en gran parte representativa. Se trata, en última instancia, de un ejercicio delegado del poder, pero de un poder que debe ser siempre un poder obediencial. El concepto de poder obediencial puede resumirse en una máxima que expone Dussel: “los que mandan deben mandar obedeciendo”. Retoma, de alguna manera, esa condición de la potentia como fundamento de todo poder político, y como criterio último de legitimación. Lo que intenta Dussel es separar las posibilidades reales del ejercicio del poder, y oponer al poder como dominación una noción positiva. Esta separación es necesaria porque, en términos de Dussel, siempre existe la posibilidad de que el ejercicio representativo (de aquel poder primero que radica en las bases populares) se fetichice, es decir que se vuelva sobre sí mismo, y “se autoafirme como la última instancia del poder”. Las elites o la clase política, según este concepto, dejan de responder a la comunidad política, y por ende transforman al poder político en antidemocrático, ya que el poder fetichizado “se autofundamenta en su propia voluntad despótica”. En esta lógica, según mi criterio, podemos entender el comportamiento de los gobernantes mexicanos que impusieron cambios en los principios fundamentales de la Constitución, y han propiciado la descomposición generalizada de las dependencias instituidas por la voluntad soberana para que procuren su bienestar.

Los gobernantes neoliberales han venido utilizando el poder puesto en sus manos para contradecir los consensos que garantizaron la gobernabilidad por décadas, como la propiedad de la nación sobre sus recursos naturales para garantizar el ejercicio de los derechos consagrados en la propia Carta Magna. Con la complicidad de la Suprema Corte de Justicia impidieron la consulta directa a los mexicanos, de manera que las reformas estructurales fueron un ejercicio franco de dominación alejado de la noción de mandar obedeciendo. Otra esfera que ha sido víctima de la autonomización de la clase gobernante es la distorsión de las instituciones creadas por el titular de la soberanía para desempeñar las funciones de prevención, procuración y administración de justicia, claves para la existencia del estado de derecho, aspiración expresa de los mexicanos contenida en los distintos textos constitucionales desde el de Apatzingán. Los niveles a los que ha llegado la impunidad y la corrupción son prueba de ello, y obstáculos formidables para el buen funcionamiento de las instituciones responsables de garantizar los derechos humanos en general, empezando por los fundamentales. Hoy brota pus dondequiera que miremos.

De lo anterior también se puede concluir que una condición fundamental para una democracia legítima es una intensa participación ciudadana para lograr el correcto funcionamiento de las instituciones, y la deliberación pública. Debemos procurar que toda decisión sea fruto de un proceso de acuerdo por consenso en el que puedan de la manera más plena participar los afectados; dicho acuerdo debe decidirse a partir de razones (sin violencia) expresadas y debatidas en un sistema de medios de comunicación plural que garantice el derecho a la información en el sentido de las resoluciones de los organismos internacionales de derechos humanos. Las decisiones así tomadas serán obligatorias sin problema para la comunidad y cada miembro las asumirá como un deber político.

Si la participación ciudadana no aparece y el pueblo se mantiene alejado del campo de lo público, será inútil esperar que la regeneración indispensable llegue por impulso de esa clase política autonomizada; asumamos que solo llegará cuando el soberano se decida a poner orden. ■

 

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