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lunes, 13 mayo, 2024
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Los Flojitos (Un cuento urbano)

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Por: Jorge Humberto De Haro Duarte •

Aquella mañana se había levantado con la precisión matemática del ataque feroz de los primeros ruidos matutinos generalmente asociados al rugir de máquinas, cláxones, portazos y gritos del apresuramiento ciudadano. Una humeante taza de café alertó sus sentidos hacia el devenir cotidiano y se aprestó a enfrentar las circunstancias propias de un día cualquiera.

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Aferrado al volante de la moderna cabalgadura cuyo uniforme sonido y ordenado gobierno instrumental semejaban a un Babieca en plenitud; emprendió la tarea de cumplir con las acciones propias del individuo común y corriente, iluminado apenas por los albos rayos que precedían al amanecer, los cuales, ante los zigzagueantes contornos de la ciudad, desprendían alucinantes efectos ópticos.

-Son los mismos colores, los mismos lugares y las mismas maravillas de siempre, pensaba en voz alta, sólo que hemos perdido paulatinamente la capacidad de asombro ante los mensajes mágicos de la naturaleza.

Sin notarlo, había cumplido con la primera parte de sus quehaceres iniciales, así que se aprestó a completar los siguientes: pasar rápido a la oficina, dejar un mensaje para unos clientes y regresar a casa a tomar una ducha para luego seguir con el diario acontecer. Sin embargo, la magia del amanecer lo había capturado. Un iris incandescente brotaba de aquel aparecer del sol tan cotidiano y al mismo tiempo tan eterno. Sin poder contenerse, detuvo su auto, bajó de él y contempló extasiado el imperecedero signo de la vida que se desplegaba ante sus ojos. “Y pensar que estos placeres no tienen precio”, pensó.

El sol asomó segundo a segundo en su magnitud, disfrutó plenamente del espectáculo; los colores seguían mostrando vertiginosos cambios cromáticos y la eternidad parecía mostrarse indefinida e infinitamente a través de cada segundo. Todos los motivos que un ser humano pudiera tener para agradecer a las fuerzas del universo por el milagro de la vida estaban presentes en ese momento: la armonía cósmica había anclado en el corazón y la percepción de esta criatura única agradecida. La conclusión e interpretación de todos los valores del cosmos manifestaban su plenitud en esta relación recién establecida: el hombre y el universo unidos en un momento eterno. Subió nuevamente al vehículo y lo encendió; continuó su camino, el reloj le indicaba que transcurrieron siete minutos mientras permaneció en la contemplación.

Una sensación de gratificante plenitud hizo presa de sus sentimientos. Enfiló rumbo a su oficina, incorporándose prudentemente a la avenida principal. De pronto, un raudo automóvil pasó como ráfaga a su lado a punto de golpear el costado del suyo obligándolo a realizar una rápida maniobra. Acto seguido se vio en medio de un doble rebase que dos vehículos llevaron a cabo, uno a cada lado suyo, seguido de más rebases y cortes imprudentes de un sinnúmero de autos que surgieron de la nada. Sin proponérselo había caído dentro de la vorágine que se ocasiona con la aparición de “los flojitos”; seres así llamados por su incapacidad total para estar a tiempo en cualquier trabajo, ocupación o compromiso, pretendiendo cubrir en cinco minutos lo que en condiciones normales les llevaría diez, y en las situaciones tumultuarias formadas por ellos mismos tomaría al menos treinta.

Presa de una gran aprehensión, cayó en el ritmo de locura de la multitud y se vio envuelto en un concierto de bocinazos, cambios de luces, rechinidos de llantas y comentarios personales y familiares totalmente alejados de toda buena educación. El colmo fue, cuando al esperar que avanzaran los carros de adelante, alguien sin la suficiente paciencia, agotó el tramo que separaba sus vehículos y golpeó la defensa trasera de su auto. El impacto hizo que el motor de su carro se detuviera mientras el sujeto que conducía el vehículo de atrás corrigió rápidamente el rumbo y, emparejándose al lado suyo, exclamó: “A ver si te fijas donde te paras, pen… ca de nopal”. Desconcertado, solo pudo ver a su agresor perderse entre la marabunta motorizada al tiempo que hacía, nervioso en extremo, con intentos infructuosos para encender la marcha en medio de gritos, señales obscenas y música de viento; mientras un par de señoras semi histéricas se dirigían a su atribulada persona en un lenguaje impropio de alguien bien nacido.

Al fin pudo encender la máquina y se encaminó despavorido rumbo a su casa; antes entró de lleno en el ritmo del congestionamiento y sacó un repertorio inspiradamente soez de su propia cosecha. En esta forma pudo, poco a poco, avanzar hacia su destino, con la consiguiente pérdida de tiempo y humor. Su respiración se hallaba entrecortada y el corazón le latía desaforadamente, lo que empeoró cuando pudo constatar los daños del carro. Resignándose, corrió a tomar un baño, de donde vio salir a su esposa. “Tardaste mucho”, dijo, “hablaron de la oficina diciendo que tus clientes no podían esperar más y cancelaban el compromiso; ah, y fíjate que ya se acabó el agua”. Mientras atacaba con fiereza un desayuno frío, se lamentaba de aquellos cinco minutos de debilidad cósmica y mesándose el pelo, tragaba, junto con los amargos alimentos, todas aquellas emociones producidas por un embelesamiento humano hacia los placeres gratuitos que nos da la naturaleza. ■

 

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