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martes, 30 abril, 2024
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Notas al margen

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO •

Notas al Margen / La Gualdra 250

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Esperando a los progres

Cito el poema de Kavafis: «¿Por qué calles y plazas aprisa se vacían/ y todos vuelven a casa compungidos?/ Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron. / Algunos han venido de las fronteras/ y contado que los bárbaros no existen./ ¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros? Esta gente, al fin y al cabo, era una solución».

¿Se nos acabaron los bárbaros? ¿Quién va a llegar ahora? ¿Quiénes entonces serán la razón de nuestros desvelos? La pregunta fundamental de este poema y también de la novela de Coetzee que lleva el mismo nombre: Esperando a los bárbaros, así como del sensato ensayo de Baricco, Los Bárbaros, es ¿los bárbaros ya están aquí o será que siempre estuvieron? ¿Somos nosotros los bárbaros? ¿Quién o qué es un bárbaro? El bárbaro es el otro, ése al que temes, aquél a quien esperamos con una mezcla de morbo y de terror. El bárbaro es el visitante indeseado que ya es parte de nuestra mesa desde antes de haberlo invitado. Come con nosotros, bebe con nosotros, mastica con nuestros dientes y digiere nuestra comida con nuestro estómago. Es el Gran Desconocido en tanto nos desconocemos a nosotros mismos. Para los romanos el bárbaro era el extranjero, aquél que amenazaba con invadir su espacio geográfico y cultural. Pero también se trataba de un in-culto en el sentido de que desconocía la cultura propia, la autóctona, aquella que él aborigen había construido y en la que se sentía cómodo. Una bestia, un animal de costumbres salvajes, sólo por el hecho de que no eran compartidas.

Ahora los bárbaros, esos grandes desconocidos están entre nosotros. La «evolución» cultural no sólo nos ha liberado de aquellos «viejos prejuicios» de la antigüedad clásica. El mundo globalizado no nos da tiempo para temerle al extranjero, el extranjero está aquí, convive con nosotros, es parte de nosotros, construye nuestros teléfonos, enlata nuestra comida, escribe los libros que leemos, es nosotros.

El hombre globalizado es una paradoja de individualidad y comunidad. Soy yo, somos muchos, «llámame legión», pero a la vez no somos nada, pendemos entre el ser y el no ser como si existiéramos en un vacío de identidad que buscamos llenar con una cultura ya no propia y mística -como la de los viejos pueblos-, sino multitudinaria y objetiva: la cultura del consumo.

El bárbaro actual es bárbaro y romano al mismo tiempo, es italiano y japonés, mexicano con gustos musicales legitimados por los gringos, nacido católico pero amante de los animales (qué contradicción), budista light, feminista de asamblea, reguetonero y poeta, fisicoculturista holgazán, y médico alternativo. Cualquier cosa menos yo mismo. En la búsqueda de identidad el bárbaro se ha rasurado las barbas y se las ha vuelto a dejar si la moda así se lo exige. Ha pasado de ser un respetable dios nórdico para convertirse en un superhéroe asediado por freaks y jovencitas. Los apocalípticos y los integrados ya no se quedan en estos dos extremos. El bárbaro aprendió a escribir, aprendió a contar, aprendió mecánica, construyó la máquina de vapor, supo de aeronáutica y de astrofísica, pisó la luna, construyó naves para llegar al espacio y estar preparado para cuando lo acechara el otro bárbaro.

Eco murió en una sociedad  donde el apocalipsis nos ha llegado tarde por enésima vez a la cita, y donde la integración de las masas ha dado lugar a un conglomerado de bárbaros con acceso a Internet y títulos universitarios.

Los bárbaros sí existen Kavafis, somos tú, somos yo, somos todos. Los indecisos e inconformes que salimos a la frontera del yo a otear tras nuestra vida frustrada a esos otros que también somos y que nos asedian pero no llegan. Las plazas se han quedado vacías porque no nos soportamos, evolucionamos hasta volvernos seres solitarios, cada quien su propia Roma amenazada, vacía. La proximidad nos lastima porque no sabemos cuál es el límite que nos separa entre el yo y el otro. Los demás son olas que nos rasguñan pero van y vienen en un baile amenazante sobre nuestras costas.

Los bárbaros de hoy son progresistas. Van hacia adelante: construyen el futuro sin atreverse a dar muchos pasos sin estar acompañados. Otra paradoja. Caminamos como un perro atarantado y hecho de millones de pulgas que lastiman al todo. Pero no damos un paso si alguien antes no ha probado que el camino sea transitable. El bárbaro progre no confía en sus semejantes pero confía menos en sí mismo. Si los otros lo hacen debería hacerlo yo. Si la mayoría dice que es bueno es porque debe serlo. No participa por pertenencia a la comunidad sino por necesidad de inclusión, porque necesita estar del lado de los más, por miedo a quedarse solo y ser él el bárbaro. El bárbaro siempre cree estar dentro de la ciudad, ser él el asediado, el amenazado por el extranjero, pero no se da cuenta que la ciudad no existe, que la comunidad es una ilusión creada por él mismo para negar su condición de extranjero.

Nada ha cambiado. A pesar de la evolución y el progreso seguimos amenazados tras esas murallas de miedo y morbo. El progre no progresa sin adherirse, y el solitario está siempre acompañado por una milenaria necesidad de pertenencia que lo lleva a comunicar su miseria a través, en el mejor de los casos, del arte.

El bárbaro progre crece, se reproduce y sigue muriendo. Es un animal que ha aprendido a ser más animal que humano, un animal que ha cambiado sus instintos por ideales compartidos, un insecto que sacrifica su individualidad por una colectividad que le exige ser único y original.

¿Qué nos queda? Abrir las puertas y esperar la llegada de ellos, de los hombres que también, asustados, preparan la piedra o la bomba nuclear para cuando decidamos dejarlos entrar.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/gualdra_250

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