En Colombia, las víctimas de la violencia -por la “guerra”-, suman, alrededor de 20% ciento de la población, de un total de 47 millones de habitantes, más de 10 millones, son víctimas directas, o víctimas indirectas de la “guerra experimental”, vinculados “causalmente” a las formas de violencia propias de la “acumulación por desposesión”, a la pérdida por despojo de sus propiedades, se calculan alrededor de 7 millones de hectáreas robadas a los antiguos propietarios, por paramilitares y/o narcotraficantes, donde también cabe agregar el “ desplazamiento forzado” provocado por los movimientos guerrilleros armados, y por el accionar de las fuerzas de seguridad estatales.Y sin diferenciar -ahora- otras “figuras” de los procesos de victimización.
Equivaldría en México, a elevar la cifra de afectados –“inmediatos”- por la violencia, a 20 millones de personas (de un total de 117 millones. Sin sumar la población migrante, ni la desigualdad, etc.). Estas cifras –una aproximación apenas- deberían encender todas las alertas. Claramente estarían demostrando que “la tragedia persistente” que vivimos, puede convertirse en una auténtica “puesta en abismo”. En la medida en que traspasamos –años atrás- los umbrales de este escenario terrorífico (en) que nos hemos convertido las sociedades (que somos).
Perplejos, más o menos desorientados, nos encontramos muy mal situados, para pensar nuestra situación y -también, especialmente- para darle la vuelta, en la medida en que la única vía (re)constructiva posible, a mi juicio, es la de la radicalización democrática. Para contribuir a elucidar esta situación, dejando abierta la reflexión, esbozaré algunas ideas.
Este devenir “monstruoso” ha generado –en ambas sociedades- una mutación. Asistimos a la creación -a ritmo desigual, con diferentes temporalidades- de nuevas realidades social históricas profundamente irracionales, donde las elites nuevas y viejas, en su feroz -y sangrante- lucha por el poder diferencial, procurando maximizar sus privilegios, acceder a tramos más amplios de control institucional, a apropiarse de la mayor cantidad posible de riqueza social, terminan por convertir a los Estados-nación, en híbridos, donde una maquinaria opresiva, habitualmente presentándose como “ogro filantrópico”, desplegando toda la parafernalia vinculada al mito del desarrollo, al “crecimiento ilimitado”, bajo el mando del 1% de los actores principales del capitalismo financiarizado, se convierte en un espacio de lucha, por regla general subsumido a las lógicas de dominación, mediante la cual, los nuevos amos, son capaces de sacrificarlo todo –incluyendo los proyectos de vida, -y en el extremo, la vida misma-, de cientos de miles, de millones de personas- para mantener la ratio de sus “beneficios” tan alta como les sea posible.
El capital es un modo de poder (las cantidades monetarias son apenas un vector donde éste se manifiesta, pero no es -ni mucho menos- el único. Desde el uso de la fuerza bruta, hasta el empleo de los medios de comunicación masivos, son parte de esos “modos”). Es necesario comprender, entonces, las formas en que tales actores (stakeholders) se dedican a sabotear y bloquear a todos aquellos contra quienes luchan, buscando apropiarse de algún “porcentaje” de tales (“modos de”) poder. Agregando que ese mismo poder diferencial –así- obtenido, es lo que les permite, a los actores principales, continuar persiguiendo sus propios intereses y sus planes de dominación, o de defensa de la dominación existente. Desde esta perspectiva la violencia, y la guerra, estarían “instaladas” in nuce en el núcleo mismo del imaginario social dominante. Pero ¿qué es lo que provoca que aquello que existe como una posibilidad, solo virtual, irrumpa como acontecimiento, y se “institucionalice”?
Tenemos, entonces, dentro de la fase propia al neoliberalismo que se instala en Colombia y en México, (globalizándose) un periodo abierto en el cual se impone… “literalmente una “revolución a la inversa”, es decir, una innovación impetuosa de los modos de producir, de las formas de vida, de las relaciones sociales, que sin embargo, consolida y relanza el mando capitalista. La contrarevolución (neoliberal), al igual que su opuesto simétrico (la revolución), no deja nada intacto, determina un largo estado de excepción, en el cual parece acelerarse la irrupción de los acontecimientos, forja mentalidades, actitudes culturales, gustos, usos y costumbres en suma, un inédito commonsense, va a la raíz de las cosas, y trabaja con método” (Paolo Virno).
¿Cómo fue posible la brutal escalada de esas formas de violencia, su endémica persistencia, su “migración” desde los márgenes hasta el centro del imaginario social dominante en ambas sociedades? ¿Cómo se articula la contrarevolución neoliberal, con las características arriba descritas, con la guerra (“contra las drogas”), (y en Colombia, con la contrainsurgencia) como “él” modelo de gestión de nuestras sociedades, junto a la existencia (¿des?) regulada de un ámbito paralegal -en expansión-? ¿Porque razones este “diseño del conflicto” nos deja tan mal parados, con respecto a la única alternativa posible para cambiar efectivamente de ruta: la de la radicalización democrática?
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