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martes, 30 abril, 2024
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José Vicente Anaya: poeta crítico como viajero cultural

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Por: SIGIFREDO ESQUIVEL MARÍN •

La Gualdra 442 / Poesía / In memoriam

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Hoy recibí una noticia que me ha consternado profundamente: José Vicente Anaya
ha muerto; significa la pérdida de un amigo entrañable y de un hombre de letras
del siglo XX que sobrevivió hasta el siglo XXI. No sin diferencias radicales, por
varias décadas, su amistad generosa ha sido una experiencia enorme para mí. Lo
conocí en un encuentro de literatura en Durango, en público puntualizó
observaciones agudas a una intervención improvisada que hice sobre literatura
regional. Sus comentarios de sustancial provecho fructificaron en un artículo que
publiqué meses después. Más tarde, en el evento, coincidimos en la carne asada
que organizaron Jesús Alvarado y Marín. La jornada fue intensa, me sorprendió
que siendo vegetariano y, a pesar del apetito de una jornada exhaustiva, decidiera
compartir sus alimentos a sabiendas de que en ese lugar no habría más comida
para quienes no gustan de la carne: no quejarse en absoluto es auténtica práctica
del arte zen. Plácidamente hablamos del pensamiento y de la literatura oriental. Su
interés por el Tao y el Budismo Zen selló nuestra amistad.

Coincidimos en innumerables encuentros literarios y presentaciones de
libros, nos comunicábamos, por correo electrónico con cierta frecuencia,
ocasionalmente, alguna llamada. Participamos en actividades literarias y culturales
juntos. Su valoración honesta y coherente de la crítica cultural y literaria sin
cortapisas ha sido una lección para muchas generaciones de escritores,
incluyendo la mía. Hacer de la crítica un ejercicio ético de conciencia social ha
sido una enseñanza notable que cultivó el maestro Anaya en las personas que
aprendieron directa o indirectamente de su magisterio, ya sea en algunos de los
múltiples cursos y talleres impartidos, ya sea a través del movimiento infrarrealista
en el cual participó activamente, o ya sea también por medio de revistas y
suplementos culturales en donde fue un agente fundamental como es el caso de la revista Alforja, una de las pocas revistas en Latinoamérica centrada en la difusión
de la poesía mundial y su lectura crítica; ahí varias generaciones participamos
como lectores y escritores, sirviendo de espacio de recepción cultural mucho antes
de las redes sociales. Dicha revista también fue el lugar en donde tuve el honor de
profundizar en amistad e intercambio literario con la poeta y editora María
Vázquez, espíritu joven de Alforja, quien claro está, fuese cómplice y compañera
de Anaya durante su larga trayectoria en sus correrías literarias y existenciales.

Como es común en una amistad entrañable, hubo momentos de tensión y
distensión, discrepancias y disidencias en torno a diversos proyectos editoriales y
culturales. Por ejemplo, discutimos ampliamente sobre las aportaciones de
Octavio Paz. Su confrontación de radicalidad absoluta en contra de Paz era una
cuestión vital para Anaya. Entiendo su posición crítica a partir del ostracismo
sufrido por grupos intelectuales de poder, más nunca compartí una visión
totalizante acerca de un escritor polémico y múltiple como también lo fue Octavio
Paz; y esto, pese a que el propio Paz no pocas veces rozó posturas totalizantes.

La difusión de la poesía ha sido una de las tareas y obras que nos ha
legado el maestro Anaya, legado tan significativo como su obra de Híkuri, un
poemario fundamental en la segunda parte del siglo XX en Hispanoamérica.
Poema narrativo de largo aliento, Híkuri constituye una exploración vanguardista
que aún sigue siendo vigente en sus prolíficas e inéditas aportaciones: un viaje
transcultural y cósmico. La divulgación de la poesía cuando se asume como
apuesta y propuesta existencial llevó a un hombre como Anaya, de sólida
formación cultural, a traducir escritores como Artaud, Sandburg, Miller, Ginsberg,
Morrison, así como a las literaturas orientales y de la generación Beat, para quien
representó un gran impulso difusor en este país. Su inspiración se cifra y se
descifra en el poeta crítico como viajero cultural nómada. Hombre de letras que
amó la vida en sus entrañas más sagradas, de ahí que la experiencia de lo
sagrado fuera una constante en sus diversas búsquedas. Quizá ahora el poeta
monje urbano, de camino hacia la plenitud de la vacuidad infinita, con su rostro
sonriente, nos mira, desde el aliento de la eternidad paciente.

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