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miércoles, 1 mayo, 2024
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Premio, premio, premio [capítulo 2 de la novela ‘Dinero para cruzar el pueblo’]

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Por: Rodrigo Ramírez del Ángel •

La Gualdra 616 / Literatura / Libros

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Hay ruido en mi cabeza, el de un taladro constante contra mi cráneo: abro los ojos y lo escucho, prendo la televisión, infomerciales, sigue, huelo a cigarro, entro a la regadera: sigue, todo sigue. Un respiro. Otra vez inicia. En el espejo tengo ojeras, manchas en mis manos, una quijada que se parece a la de Esmeralda. Maquillaje, veo la hora, crema rejuvenecedora, son las doce de la tarde. Desde la ventana: un parque, un niño andando en bicicleta, el nieto del vecino. Sirvientas barriendo las entradas, ese debía ser mi lugar. El ruido. Eusebio toca la puerta, mamá, me dice, tengo hambre y no hay nada. No, no hay nada, quiero responder: y no importa que no lo haya. Le sonrío, vamos al súper, digo. Escarbo mi bolsa Louis Vuitton, de entre cajetillas de Benson mentolados aplastadas sale un billete de doscientos, ¿por qué me sobró?, me pregunto; ¿por qué no lo metí?, pude haber recuperado todo. Un taladro en mi cráneo. Empujo el carrito del supermercado. No necesito a ningún marido. Somos un hijo y su madre caminando por el pasillo del pan. Mi hijo da un paso. Ruido. Da otro. Premio. Se detiene y toma un pan de hamburguesa. Ruido. Eso está muy caro, le digo, agarra del otro. Me ve extrañado: esas palabras nunca salían de mi boca. A Bernardo le gustaba el abulón de quinientos pesos el kilo. Nunca dije que era caro: no era mi dinero. Eusebio jamás comerá eso, aunque sea un adulto, él sería feliz con mantecadas y cuernitos. ¿Él sería feliz? Necesito descansar, le digo después de comer. De qué, sé que me quiere preguntar, pero no dice nada. Es buen muchacho. Hay ruido en toda mi recámara, enciendo la televisión y pongo el canal español: gachupinas güeras hablando seseado sobre la duquesa de Alba y algún gitano que quiere su fortuna. Ya está muerta le digo a la televisión, déjenla descansar. Parezco loca. Enseñan una foto de la duquesa: ¿me parezco a ella?; me veo como ella, me digo. Cierro los ojos. Ruido. Los abro de nuevo. Suena mi teléfono. Está anocheciendo. Son los del banco. Quieren su dinero. Yo también. Los ignoro. Para todo hay orden: hasta para tirar tu vida a la basura. Mi última propiedad: el terreno en Tepoloa lo vendí hace un mes. He modulado mi dinero, ya casi lo acabo. Me veo al espejo y siguen esas ojeras, será que hoy, tal vez hoy, no salga y me quede aquí viendo a esas españolas, que esta noche sea la que no vea a la señora que vende tamales en la calle, a mi lado apostando peso a peso, cartón por cartón, picándole con su mano arrugada, correosa, con mugre en las uñas. No es culpa de ella, no es culpa mía, somos hermanas, somos iguales, yo soy ella. Eus, grito. Aparezco con agua en la cara en el espejo, arrugada, prieta, con manchas, llevaba años sin verme así, ¿alguna vez me vi así? Qué pasó, ma, me dice mi hijo desde del umbral de la puerta del baño. Ruido. Me ve preocupado, pero no dice nada. La luz blanca le remarca sus senos. Voy a salir, le digo, ¿tú te preparas de cenar? No hay nada. ¿Nada?, pregunto de nuevo. Bueno. Ruido. Hay sobras de la comida.

Una blusa Adolfo Domínguez, con unos flats Tory Burch, bolsa Fendi y ya estoy en la camioneta. No huelo a cigarro. Premio. Cuánto dinero me queda, hago cuentas en el camino. Veinte mil, será; más lo que depositó Bernardo de la casa. Ruido. Me tiene que durar de aquí a que gane. El casino me recibe y el ruido de mi cabeza ahora son las chicharras y gritos y murmullos y música. Me siento y es la primera vez que descanso en el día, prendo un cigarro. Le metes dos mil, le digo a una chica con chaleco rojo, y al rato regresa con una tarjeta y mi tarjeta y un váucher. Pico la pantalla con la goma de un lápiz. Hace un sonido discreto, apenas distinguible entre todo el barullo del casino. Tum. Premio, premio, premio, se escucha de una de las máquinas cerca de mí, el acumulado, gritan algunos, felicitaciones. Tum. Muerdo la boquilla de mi porta cigarro, no es envidia, me digo, pero ese acumulado me podría sacar de muchos apuros. El contador que dice créditos que en verdad es mi dinero desciende y desciende. Le llamo a la chica del chaleco rojo, otros dos mil, por favor, gracias. Y espero. ¿Qué hora será? Tum. El contador baja. Treasure Island gritan unas máquinas, un señor pelón se me sienta a un lado, ve, discretamente, cómo muevo mis manos. Me va a hablar, yo lo sé, viejos ligones hay muchos. Disculpe, bella dama, dijo el ridículo. Tum. Veía sus manos, porque sabe una mujer se puede ver bella de la cara, pero su verdadera belleza recae en sus manos y las de usted son inigualables. Tum. Gracias, digo sin verlo. Me permitiría invitarle una copa, señora. Prendo otro cigarro, lo veo a los ojos, no me interesa, le digo. Tum. Recibo un premio de diez mil pesos. Siento unas burbujas en mi estómago y recuerdo cómo jugaba solitario mi padre. Tum. Triple apuesta, con treinta mil podría sacar lo suficiente para unos meses, quitarme al banco de encima, sería dinero mío, yo lo gané, es un trabajo, sería dinero mío, no de un exmarido, mío. Tum. Qué hora es. El dinero baja. ¿Tan rápido se acabó? Otros dos mil, por favor. Tengo hambre. Señora, disculpe, me dice la del chaleco rojo, declinaron la tarjeta, si gusta me puede dar otra o… Sonrío, debe de haber algún error, busco entre mis cosas, pero no está mi otra tarjeta, déjame llamo al banco. Me levanto del asiento y camino entre las filas de máquinas y máquinas, de señoras canosas con un reflejo neón en sus lentes, chamacos que apenas tienen dieciocho agarrándose los pelos preocupados por acabarse su domingo, yo busco al señor de la copa, estiro mis manos. Lo veo sentado en una máquina que tiene un faraón en su letrero. Me acerco. Hola, le digo, fui grosera hace rato. Y le veo la cara, sus ojos entrecerrados, quijada tensa y la lengua sobre sus dientes, he visto esa cara, en el espejo, sobre todo, es mi cara de ayer en la noche, es la cara que voy a tener en un rato. No tengo dinero, me responde. No tengo dinero yo tampoco. Mis cuentas estaban equivocadas. Afuera del casino hay norte. El ruido regresa a mi cráneo. Está el triciclo de la vendedora de tamales estacionado afuera del casino. Son las tres de la mañana. No vi a la señora adentro. Camino hacia la camioneta. Siento frío. Estoy perdida. De entre los carros escucho gemidos, los sigo, y ahí está la señora de los tamales, sentada en el asfalto, con un pene en su mano derecha y un señor panzón a su lado, con una mirada que podría provenir del mismo infierno. Corrijo, estamos en el infierno. ¿Cuánto habrá cobrado? Trescientos pesos, mil, ¿cuánto cobraría yo?, con dos mil apenas y me alcanza. Nadie quiere cogerse a una señora. Ruido, ruido, ruido. Estoy en mi camioneta, la carretera está oscura, el norte mece las palmeras, parecen bailar, van y vienen, todo está vacío, me siento en una ciudad fantasma, gris, muerta, no esquivo hoyos, sueño con caer en ellos, y recuerdo una moneda en el aire: águila o sol, mi estómago estrujado, revoloteando por primera vez. Un carro viene en sentido contrario.

 

* Este texto se publica con la autorización del autor y por cortesía de www.editorialgatoblanco.com

 

 

 

 

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