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viernes, 17 mayo, 2024
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¿El clasismo tiene permiso?

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Por: LUCÍA MEDINA SUÁREZ DEL REAL •

No importa cuánto hemos avanzado, aún hay discriminaciones socialmente “aceptables” y “permitidas” como la gerontofobia, la gordofobia y el clasismo.

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Ésta última no se asume como tal cuando el foco se pone sobre políticos, quizá porque la mentalidad monárquica hace esperar que el gobernante no represente, sino sea modelo a seguir; que no se parezca a quienes gobierna, sino a lo que sus gobernados quisieran ser.

Esa cultura permea tan exitosamente, que en algunos sectores, los altísimos sueldos, las comidas en restaurantes caros con cargo al erario, y hasta el dinero público para ropa de diseñador y marcas lujosas son leídos como justa recompensa para aquellos que por sus estudios académicos, su expertise, su inteligencia o incluso sus modales refinados se alejan de los simples mortales.

A estos ojos resulta extraño el comportamiento de la ministra Lenia Batres, recién llegada a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, quién en su primera semana renunció al sueldo que reciben sus colegas (muy superior al del presidente de la República a pesar de la prohibición Constitucional). También su renuncia a los seguros privados para quedarse solo con su afiliación al ISSSTE. 

Contrario a la costumbre, a la llamada “ministra del pueblo” no se le ven trazas de cambiar su estilo de vida, como suele ocurrir en lo común con quienes alcanzan esas posiciones.

Y es que para algunos hacerlo es la obligación moral que conlleva su “digno cargo”. “Ponerse el hábito” es, digamos, parte de la responsabilidad de desempeñar una función, quizá una más importante que la de cumplirla con integridad y eficiencia.

Así parece verlo el sector que recientemente centró sus críticas en la forma de vestir del gobernador.

 ¿De verdad no hay asunto público que reprocharle? ¿No hay debates de lo colectivo pendientes más relevantes que su forma de vestir?, ¿El cargo público autoriza el clasismo y el insulto personal al funcionario?

 Aunque habitualmente son los políticos de izquierda los que reciben este tipo de ataques (Andrés Manuel López Obrador, Evo Morales, etcétera), no se libra de ellos ni la candidata presidencial de la derecha.

En su más reciente columna, Guadalupe Loaeza reprochó a Xóchitl Gálvez el fracaso de su campaña, que atribuyó, entre otras razones, a que sus “atuendos ya no son tan bonitos como antes” y que su “pelo se ve plano y oscuro”. También a otros errores, como tener en su equipo a Santiago Creel cuya principal cualidad, a decir de la autora de “Las niñas bien” es básicamente tener buen gusto para las corbatas. 

Loaeza también observó lo “poco apetitoso” del pavo cocinado por Gálvez en navidad, y le aclaró que “nadie quiere una ama de casa de presidenta”.

Es un caso singular. No extraña que se recrimine a Gálvez su aspecto y forma de vestir, lo curioso es que justamente eso enorgullecía a quienes hoy lo critican.

Hace apenas unos meses, el frente opositor (o el nombre que tenga esta semana) reconocía la imperiosa necesidad de acercarse a quienes por años llamaron zombies, vividores, mediocres, y hasta “indios pata rajada”. Buscaron entonces a la panista que pareciera menos panista, la que ha sido funcionaria en un gabinete panista, legisladora por el PAN y candidata del PAN, pero cuya personalidad y aspecto se alejaran lo más posible del imaginario social que se tiene sobre ese partido. 

Su vestimenta tradicional y su hablar desparpajado les pareció entonces suficiente porque se acercó lo necesario a la caricatura mental de aquello que entienden por “pueblo”. 

No les espantó su supuesto pasado trotskista, ni siquiera su simpatía con algunas causas feministas o LGBT, pero hoy el evidente fracaso hace urgente el deslinde.

No sorprende. Así es la política. Pero esto desnuda que en el fondo nunca quisieron una presidenta de huipil, y que, no habiendo ya mucho que hacer más que salvar la propia honra, puede volverse a la programación habitual en la que a nombre del buen gusto y la libertad de expresión, el clasismo tiene permiso. 

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