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viernes, 17 mayo, 2024
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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA •

■ Zona de Naufragios

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La tendencia es clara: menos gobierno. Como el avestruz que esconde la cabeza, la apuesta (o estrategia) de la clase gobernante hacia la cosa pública es cada vez más dejar hacer, dejar pasar: laissez-faire, laissez-passer reloaded.

No hay que ir tan lejos ni en geografías o espacios temporales para adivinar las causas o procedencia de tal tendencia. Ni siquiera habría que refugiarse en la comodina cuanto facilona excusa de la sospecha ideológica habitual. Bástenos de momento el diagnóstico sin indagar orígenes o motivaciones: las terapias de autofustigamiento ayudan poco y solucionan aún menos. El gobierno mexicano en general, con sus diferentes estructuras e instituciones particulares, ha dejado hacer lo que debe hacer y no se alcanza a atisbar que se estén buscando alternativas para retomar el papel protagónico que alguna vez tuvo y al menos en teoría debiese conservar. Aún más, de regulador de la vida pública ha pasado a delegar la resolución de los asuntos a los ciudadanos de a pie sin más instrumento que la voluntad de las partes. Convertir la cosa pública en asuntos entre particulares, para entendernos.

Así, no es difícil entender que las afectaciones a los derechos de cualquier índole sean tratados por la autoridad como cosas menores que deben resolverse en el ámbito privado y quizá intervenir tan solo como último recurso. De Big Brother al Estado mínimo. De promotor activo de iniciativas a regulador pasivo e indiferente y con ganas de no trabajar. (En una ironía de tintes macabros, es la delgadez del Estado que hace poco pero con mucha gente: la colosal nómina de la burocracia mexicana debe estar entre las más pobladas del mundo.)

No es que, como se sugiere por ahí, siempre haya sido así y ahora sólo sea más visible por la abundancia de telefonitos y videos y redes sociales. Cada vez más y más evidencias apuntan a ese deterioro y hasta renuncia del Estado mexicano en sus diferentes niveles como agente regulador de la vida pública y promotor del interés común (pero eso sí, a favor de algunos intereses particulares muy señalados).

El argumento muchas veces usado para justificar esa dejadez hace notar que ciertos derechos no son garantizables por tener naturaleza prestacional (tales como los derechos sociales), ergo son derechos caros vis-à-vis derechos que no involucran gastos fuera de su operación (tales como los derechos civiles y políticos) y que son por tanto, mayormente garantizables, la seguridad pública por ejemplo. Sin embargo, además de tramposo y refutable (todos los derechos involucran acción positiva y negativa del Estado), ni siquiera puede decirse que tal línea de razonamiento tenga una adecuada traducción a la realidad: ¿O es que acaso la seguridad pública está garantizada? ¿Contamos con una burocracia mínimamente eficaz en la resolución de nuestros problemas cotidianos?

Las autoridades pecan de omisas en el peor de los casos, o de la aplicación selectiva (y convenenciera) de las normas en el mejor. ¿Qué vemos cotidianamente? Ciudades en penumbras, llenas de baches y convertidas en muladares intransitables. Provisión de servicios de deficiente a inexistente en muchas zonas, desde el abasto de agua hasta la recolección de la basura sin que nadie (además de los afectados, evidentemente) se inmute. Agentes de vialidad haciéndose de la vista gorda ante faltas menores y otras no tanto, aplicando la norma excepcionalmente y sólo si la posibilidad de sacar raja de la situación existe. La seguridad pública brilla por su ausencia e incluso hay que cuidarse de los supuestos guardianes del orden. La impartición de justicia oscila entre el elitismo y la quimera. La autoridad electoral es comparsa de la perversión partidista que vela exclusivamente por el mantenimiento de sus prebendas y reproducción endogámica a costa de los demás.

En un país donde todos hacen lo que les viene en gana y las leyes o el sistema que debiese velar por su cumplimiento pareciesen una impostura hecha únicamente para burlarse de ella, las dudas e inquietudes de la sociedad cobran mayor vigencia y relevancia: ¿para qué tener autoridades? ¿Para qué pagar impuestos si mi condición ciudadana únicamente me hace sujeto de muchas obligaciones y pocos o ningún derecho? ¿Para qué queremos gobernantes venales y corruptos? ¿Para qué queremos leyes de oropel si los primeros en vulnerarlas son ellos mismos? ¿Para qué votar si lo único que se garantiza es la continua reproducción de esa misma perversidad? ■

 

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