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miércoles, 1 mayo, 2024
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Lo que nos tocó vivir

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Por: Joel Flores* •

El sólo hecho de estar en una mesa de diálogo sobre la literatura del narcotráfico me parece accidental y circunstancial, como accidental y circunstancial es la formación de algunos artistas o escritores. Uno no escoge los libros. Los libros llegan a uno cuando nos sienten listos para leerlos. Uno busca muchas veces ofrecer un mensaje singular en lo que escribe y la mirada del lector —también dada por la circunstancia en la que vive— decodifica ese mensaje de formas inesperadas. Uno no escoge los encuentros y mesas redondas donde va a participar; llegan a uno para que en ellas hablemos de los fantasmas que nos han hecho escribir.

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Desde que comencé en este oficio, mi formación ha sido más práctica que teórica, más intuitiva que formativa, más plural que singular. Un camino sinuoso, accidentado y circunstancial me ha formado, como aquel viajero que busca llegar a casa y en el trayecto agarra elementos de un lado y otro que ayudan a que su viaje cobre múltiples significados. Nunca he sido un académico, pero sí una especie de destripador que se sumerge en lo más profundo de los cuerpos literarios para redescubrir la magia que lo ayudará a pulir lo que quiere decir. Cada libro —hablo de los dos publicados y la novela que está en puerta, mas no de los que acabaron en la basura— y ciertos episodios de mi existencia me han dado un tipo de formación. Pero, sobre todo, cada uno me ha enseñado casi a responder las preguntas a ¿por qué escribo y qué busco con mi literatura?

En la creación literaria existen impulsos que obligan al escritor a iniciar o posponer la escritura de un libro. Algunos los nombran demonios, culpas, falta de energía o conocimiento. Pero se trata en realidad de accidentes del destino o circunstancias que se anidan en el escritor, para que en un futuro próximo o lejano las ficcionalice gracias a su manera de ver el mundo o renuncie a ellas por falta de empuje. Mario Vargas Llosa aseguraba que Los miserables jamás se habría escrito si Víctor Hugo no hubiera conocido la enorme injusticia social de su tiempo en las cárceles francesas. Al visitar una, descubrió que había individuos que estaban condenados a muerte por haber robado pan. Aquello fue el impulso inicial que lo obligaría a escribir una de las más grandes obras de su siglo. Y no se trataba de un compromiso social o moral del escritor ante el momento que le ha tocado vivir. Sino más bien una experiencia de vida muy concreta que se anidó en él hasta convertirse en el fantasma que lo obligó durante más de ocho años a levantarse de la cama para escribir. Lo mismo pasó con La Educación sentimental de Flaubert. Esa novelita de formación jamás habría nacido si el francés, en plena adolescencia, no hubiera visitado la playa en sus vacaciones de verano y visto cómo un chal, que estaba tirado en la arena, iba a ser mojado por el mar. Al rescatarlo y preguntar de quién podría ser, Flaubert conoció —para bien o para mal— el rostro de la mujer que lo marcaría con fuego y definiría su rumbo no sólo en la escritura, sino en el amor. Las tres versiones que hay de La educación sentimental tratan de reproducir el instante del descubrimiento: ese hechizo que surgió entre el joven y la señora al momento de mirarse. Es, en pocas palabras, como si una bacteria se hubiera apoderado del escritor para alterar no sólo su estado físico, sino también el mental por el resto de su vida.

Un caso contemporáneo de estos impulsos es Soldados de Salamina, obra que convirtió a Javier Cercas en un escritor visible en Iberoamérica. La novela ejemplifica muy bien cómo cierto entresijo de la historia se convierte en un secreto para un hombre. Y su búsqueda por encontrar la verdad se troca en su modus vivendi, una obsesión que lo constriñe a volcar el trayecto al papel como si de un exorcismo se tratara. El personaje principal de Salamina es un periodista que se ve persuadido y hasta preso —en el sentido más estricto de la palabra— por un hecho particular de la guerra civil española y no podrá liberarse de esa cárcel hasta que revele y escriba por qué un miliciano perdonó la vida al poeta y falangista Rafael Sánchez Mazas, en aquellos fusilamientos masivos en el Conel. ¿Qué vio el miliciano en los ojos de Sánchez Mazas que lo hizo dejarlo vivir y gritar “ya todos están muertos”?

Estas circunstancias o accidentes, algunas veces disfrazados bajo la cara de la injusticia, la pérdida, la belleza o el perdón, son caprichos del destino —quizá mensajes cifrados de los dioses— que se convierten en impulsos para que los novelistas escriban sus historias y toquen con la punta de sus dedos las posibles respuestas sobre la existencia humana. Tal pareciera que la literatura, este oficio por el que uno podría morir, en realidad no es elegido como una profesión o llamado por el escritor; la literatura los elige dándoles ciertos sucesos de una realidad determinada que lo marcarán para siempre, que lo ayudarán a forjar su carácter e imaginario, que trazarán su camino y lo desviarán para ponerlo en otros que lo volverán obstinado y lo conducirán —algunas veces a ciegas, otras más alumbrado— a escribir obras que finalmente son una realidad alterada de lo que le tocó vivir.

Yo empecé en la literatura por accidente y fue justo cuando desapareció mi mejor amigo. A veces me gusta decir que éramos dos líneas paralelas que cometieron el error de quererse emparejar demasiado. Y en ese esfuerzo acabaron intercambiando sus vidas. Al ser vecinos, ambos buscábamos la hombría, las raíces filiales y hasta un sentido de pertenencia juvenil en las bandas de Tres Cruces. Después de la muerte y el abandono de nuestros padres, creíamos que las respuestas se encontraban a golpes en contiendas contra rivales que sólo nos dejaban la autoestima herida y el cuerpo lesionado. Luego, tras buscar ser admitidos en la preparatoria, porque creíamos que la educación enderezaría nuestro rumbo, hubo un momento de quiebre: yo sí ingresé en las listas, pero mi amigo no. Desde entonces nació en él una extrema preocupación por protegerme. Si alguna banda contraria nos superaba en número, él prefería enfrentar a dos o lanzarse contra la banda entera y pedirme que corriera. Si me fugaba de casa por algún problema con mi madre, me daba asilo por tiempo indefinido y me ayudaba a pagar el pasaje de autobús a la escuela, gracias a un negrero trabajo que consiguió como mesero en un bar nocturno. Mi amigo prefería, siempre me lo dijo, que mejor arruinaran su vida que a la mía, pues yo había empezado ya una carrera. Era como si todo lo que siempre deseó ser lo quisiera ver cristalizado en mí.

Pude mantenerme en la preparatoria con una calificación regular, ingresé a un taller literario donde escribí mis primeros textos como narrador y me ofrecieron un cargo en la redacción de su revista. Mientras escribía un libro de cuentos que emulaba la voz de otros escritores con la ayuda de una beca —pues creía que para ser un buen escritor, primero hay que ser un buen lector—, a mi amigo lo subieron de cargo como cadenero del bar y se hizo de amistades misteriosas que le conseguirían un trabajo más remunerado. El tiempo pasó, nos distanciamos porque sus funciones nocturnas apenas le daban tregua, y las tareas en la universidad, mis preocupaciones y la responsabilidad de vivir solo casi siempre me absorbían. En algunos momentos quedamos de vernos, pero él siempre cancelaba porque había surgido algún problema que jamás sabía cómo explicarme. Y las pocas veces que nos veíamos, llegaba golpeado y me contaba una que otra historia sobre su trabajo, que luego me obligaba a escribir sin pretensiones literarias. De un momento a otro corrí con buena fortuna: una fundación artística en España me ofreció una residencia para salir de mi país y escribir allá durante nueve meses. Entonces la seguridad en Zacatecas había empeorado. El lugar se tiñó de historias de muertos, sangre, extorsiones y desaparecidos. Pertenezco a una generación que vivió la entrada del múltiple nombre de los cárteles, el fuego cruzado, el negro olor a pólvora nublando el cielo y ensuciando el asfalto. A todos nos han contado sobre una persecución, un secuestro, un asalto, la pérdida de un ser querido. Y como empezamos a aborrecer vivir así, prostituimos nuestras mentes a cambio de becas que nos saquen del país, que nos den respiros intermitentes.

La circunstancia y el destino empezaron a maquinar para hacerme entender que debía irme, tratar de hacer vida en otro sitio. Pero la universidad donde estudié y mi familia tenían pocos recursos para cubrir por entero mi vuelo. La tarde que me quedé de ver con mi amigo para despedirnos, nuevamente me vio como su hermano menor y se ofreció a ayudarme. Horas más tarde, por la noche, me entregó en un sobre el dinero para que yo mismo comprara el boleto. Y hosco, como era, me dijo: “Vete a follar españolas y te recae de madres si vuelves a México”. Nos quedamos mirando como si buscáramos recordar todo lo que habíamos pasado juntos desde niños y deseáramos que ese momento se fundiera para siempre en la memoria. Al final, como se me había desgañitado la voz, añadió: “Sigue escribiendo, güey, pero sobre nosotros”.

Regresé a Zacatecas un año después. La crisis del ladrillo en España redujo los empleos para latinoamericanos y se me había acabado el apoyo de la fundación. A lo poco llamé a la casa de mi amigo y quien me contestó fue su madre mortificada. Al principio no pude comprender su enojo, ni el regaño que me llevé al preguntarle por su hijo. Desde la muerte de su marido había quedado sensible y los del barrio decían que se le había zafado un tornillo. Sin embargo, cuando la calmé por fin y le expliqué que tenía mucho tiempo que no hablaba con mi amigo, ella me dijo que había desaparecido hacía dos semanas en un accidente en carretera y nadie sabía de él. La saliva me supo a cocaína, a pólvora, a sangre. Creí que posiblemente había dejado la ciudad sin avisar a nadie. Siempre era así, actuaba de manera sigilosa, se desaparecía y al pasar una semana o más volvía con dinero a casa de su madre e invitaba a sus conocidos a beber cerveza. Pero en esta ocasión no sucedió así.

Durante las semanas que visitamos procuradurías, conocidos, videntes, traté de descubrir las razones de su fuga y quiénes estuvieron involucrados. Algunas veces, incluso, soñé que me decía que yo tenía la culpa porque se había comprometido con desconocidos al prestarme el dinero para pagar el boleto de avión, y en otras soñé que me pedía que no dejara de buscarlo y acompañara a su familia. Y durante el tiempo que me mudé a Baja California, en más de una ocasión se me figuró verlo caminando en cierta calle o lo confundí con algún conductor de camioneta. El tiempo volvió a pasar y lo mejor que puede sucederle a un ser humano es vivir, crecer, hacer amigos, mudarse continuamente de ciudades, enamorarse, fracasar, que le rompan el corazón, vivir toda clase de simulacros y de duelos para después resurgir y suponer cuáles son las sustancias que hacen al hombre. Y con esa materia empezar a hacer literatura. Una literatura del yo que involucre a los otros, que oculte al yo bajo disfraces y artilugios y simpatice con los otros. Una literatura que interprete bajo una mirada propia el mundo que vivimos, el país que nos tocó habitar.

¿Lo escrito hasta aquí sugiere que escribo narco-realismo o busco unirme a sus filas?

Para hacer honor a la verdad, mi formación poco se ha ocupado por esa corriente. Si bien tuve una relación corta pero estrecha con uno de los escritores más representativos del norte, que es Luis Humberto Crosthwaite, mis lecturas se han inclinado más por autores como José Revueltas, Juan Rulfo y García Márquez. Incluso por norteamericanos como Raymond Carver, J.D. Salinger y Ernest Hemingway, estos últimos escritores tan ajenos y lejanos a los problemas de mi país, pero que me han enseñado mucho sobre la técnica y mi oficio. Aun así, para ahondar en la respuesta, quiero citar un pasaje del epílogo de La primavera del mal, de Francisco Haghenbeck, uno de los escritores más apurados en reflexionar sobre los lindes de la literatura del mal o Noir y el narco-realismo. Haghenbeck cuenta que en cierta ocasión le preguntó a Elmer Mendoza por qué él, dueño de una trayectoria reconocida internacionalmente, no escribía sobre los orígenes del narcotráfico en Sinaloa. Elmer le contestó que no, “es como si escribiera sobre mi familia”. Y su respuesta siempre me ha parecido envidiable, porque Elmer cuenta con otro tipo de experiencias e impulsos que lo han llevado y llevarán a hacer cierto tipo de novelas que si bien rozan la violencia y el narco en México, no profundizan en la podredumbre que deja la violencia y el narco tras su paso. Mis preocupaciones creativas y mi formación como lector buscan escribir sobre mi familia, más precisamente sobre los que he ido perdiendo desde que el narcotráfico y la corrupción ha ido ganando territorio y autoridad en México.

Desde el genocidio provocado por el calderonato muchos escritores se han ocupado por hablar de los héroes, drogas y traidores, incluso por revelar el hilo negro de las rutas de comercio y zonas de conflicto, pero pocos dan voz a las víctimas y reflexionan por qué los verdugos engendran el mal o la tragedia, es decir, pocos se han apurado por lo que la prensa en su momento llamó los daños colaterales de la guerra entre el crimen organizado y el exiguo aparato de seguridad mexicano, pocos buscan explorar qué consecuencias ha dejado este narco-estado. Y aquí es donde posiblemente se acomoda mi apuesta literaria: en ver a los seres humanos tocados por la violencia como un conjunto de textos cargados de emociones, deudas, culpas, esperanzas.

A todos nos hacen los recuerdos, los caminos andados y no andados. La memoria, lo que somos hoy es consecuencia directa de lo que fuimos ayer. La desaparición de mi amigo se ha transformado en un fantasma que anda como terco, ciego en el estudio donde escribo, reclamando que la mejor forma —o lo que en realidad debe hacer un escritor— es honrar con la palabra a todos aquellos que estuvieron en determinado tiempo en nuestro andar y luego, por azares del destino, por el orden natural de las cosas, por la tragedia, se han alejado, se han ido. Si todo ser humano tiene una deuda con los otros, la mía es honrar con la palabra a los muertos, nuestros muertos, pero también a nuestros desaparecidos.

Escribir sobre la violencia, el mal o el crimen no es un asunto del norte, centro o sur. La pobreza, la desgracia, el mal y la tragedia no distingue países, regiones o localidades. Cuando uno escribe no pertenece a éste ni a otro territorio, más que a la patria misma forjada por sus libros y su conocimiento y sus experiencias de vida. Cuando uno escribe, no piensa en unirse a cierta corriente o moda literaria. Los fantasmas, las deudas, las circunstancias o preocupaciones son el verdadero impulso que nos llevan al escritorio.

A veces pienso que si yo no hubiera sido encontrado por la literatura, posiblemente hubiera seguido los pasos de mi amigo y él, por el contrario, quizá habría seguido los míos, es decir, la literatura lo hubiera encontrado a él y habríamos intercambiado papeles. Posiblemente yo habría sido el amigo desaparecido y él habría sido el escritor que sería invitado a este encuentro de escritores. Quizá en este momento mi amigo estaría aquí, frente a ustedes, contando que tiene un amigo llamado Joel que se unió al crimen organizado y de pronto se fugó de manera misteriosa. Quizá él ahora me estaría buscando a mí y todas las noches se preguntaría dónde me encuentro.

A la fecha escribo una novela que habla sobre eso. No sé cómo acabará. Tampoco sé si gracias a ella lograré encontrar al menos una pista del paradero de mi amigo y podamos, al fin, emparejar nuestros caminos. Sólo sé que comienza así:

Francisco Pérez Medina fue mi amigo desde la infancia y adolescencia. Fue mi familia y desapareció hace 7 años. Cuando veo a su madre, a su hermano, a su novia, y me abrazan, siento que en verdad no me están abrazando a mí, sino a él, y que en ese acto cariñoso buscan que yo sea el desaparecido y su hijo el ser humano que abrazan. Aunque muchos nos han dicho por igual que lo han visto y, a la vez, que ya está muerto, estoy escribiendo esta novela porque es la forma que tengo para buscarlo. Mi fe, que es ciega, me dice que mis palabras serán el puente que lo traerá a casa y pronto él será abrazado por su familia.

 

*Escritor zacatecano. Radica en Tijuana.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/256

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