La Gualdra 647 / Opinión
La violencia: de la inquietud a la indiferencia
No experimentar en carne propia la tortura nos mantiene ajenos y distantes al alcance y al significado que puede otorgarle a ésta quien la sufre. Sin duda, el sufrimiento infringido a otro ser humano puede inquietar, pero no hasta el punto de impugnar y trastocar definitivamente a quienes no lo padecen, así como tampoco –en lo general– a la sociedad, y –en lo absoluto– a la Historia. La entrega a la cotidianidad y a las labores diarias, la lucha por la subsistencia y las necesidades prácticas: el deseo personal, las expectativas esperadas o frustradas (a pesar de todo anheladas); constituyen horizontes de sentido que se imponen y dominan en el transcurrir de nuestros días. Dichos modos de ser y estar, se ven gravemente afectados entre los supervivientes al tormento y al dolor extremo. También, en diversos grados, entre las víctimas de distintos tipos de violencia: sufrida en primera persona; vivida con angustia ante la muerte injusta, ante la desaparición forzada del ser amado y la zozobra tumultuosa; experimentada cerca, hasta el tuétano y la hiel de las madres y los padres y sus familias.
El sufrimiento y el dolor de las víctimas de violencia, el padecimiento en solitario y la angustia ante los hechos traumáticos; la pérdida de confianza en el mundo (Améry: 90), en las sonrisas de los otros y en el solaz probable ante la vida; la ausencia de justicia y la impotencia ante la improbable reparación de los daños; la obstinación por encontrar a las hijas y a los hijos desaparecidos, por volver sonoro y darle rostro a los ausentes; en innumerables casos, la expansión de la impotencia y el desánimo como corolarios de la impunidad y el olvido común a la Historia que se traga los eventos trágicos: llaman a los indiferentes a la no-indiferencia, pero ésta pronto se decanta en la vida personal y en las necesidades cotidianas.
La muerte violenta afecta a la víctima directa e indirecta, tal vez, al ser humano en cuanto tal. Sin embargo, las necesidades emocionales, sociales y económicas se imponen, conduciendo a la indiferencia, diluyendo la proximidad ante la muerte escandalosa en la distancia en la que, unos y otros se recluyen volcándose al barullo de las cosas.
Padecer la violencia física y sobrevivirla es una experiencia singular, un acontecimiento individual ante el que frecuentemente no queda sino callar. No obstante, casi de manera natural se asume que se trata de algo que se puede determinar, entender y explicar; algo, pues, que puede ser respondido desde una instancia particular (llámese filosófica, psicológica, económica, política o social). Asumir que se puede entender y saber de cierto lo que significa o debería significar la violencia para las víctimas, o en general el padecimiento del ser humano violentado, no es algo que esté exento de sospecha; más, sobre todo, si como amigos de Job pretendemos dar con una explicación última acerca de la razón o los motivos por los que la violencia aconteció; o, también, cuando obrando en consecuencia, asumimos la posibilidad de vislumbrar el camino probable o incluso ideal para sobrellevar el dolor y darle de nuevo sentido a la existencia.
La violencia y su padecimiento son experiencias extremas que revelan en su extremidad la dificultad para aprehenderse como “objetos de conocimiento”. Estas experiencias son refractarias a toda comprensión. No obstante, su desmesura se hace mesurable haciéndose explicable, encontrando en la narrativa de las causas los porqués, que afirman con razón y con certeza comprender. Más tarde que temprano, por la vía de la razón y la sinrazón, de la explicación y su contrario, la violencia de unos sobre otros, el trato cruel, el abuso y la saña contra el cuerpo a merced, son olvidados y dejados de lado.
Las víctimas de violencia en México, los miles de asesinados en el Congo, en Sudán, en Siria; la persecución y el sufrimiento de los rohinyás en Birmania, de los uigures en China; la guerra en Ucrania y el Genocidio en Gaza; son acontecimientos de violencia extrema que comprometen la certeza de los afectados a creer en un mundo benevolente. Tal vez, por ello mismo, deberían afectar también a los no involucrados. Sin embargo, pese a que esto hasta cierto grado suceda, cada grupo humano e individuo está comprometido con su mundo e interés. La enormidad del sufrimiento no conoce límite, no obstante, los seres humanos desean y realizan sus tareas al margen de los ojos de eso a lo que Metz (1996) se refiere como la autoridad de los sufrientes (51). ¿Podría ser acaso de otra manera? ¿No a toda costa se evita el sufrimiento?
Habitamos el mundo, volcados a la cultura que nos cobija, seguros o inseguros de ser lo que somos, orgullosos y presas de nuestros propios puntos de vista. La morada segura en la que habitamos, frecuentemente está dominada por una perspectiva egoísta que recuerda bien los análisis de Freud en el Malestar en la cultura. ¿Por qué habríamos de acercar al presente la ruina y la degradación de un ser ajeno y cuya vida no es la nuestra? Lo normal no es dejarse conquistar por el dolor ajeno, prestarse a dignificar al que padece, sino entregarse al gozo personal. Por esa razón, tal vez, aún en medio de las catástrofes seguimos sonriendo, al menos como creyendo que el mal físico no puede alcanzarnos o, al menos, no de un modo radical. Frente a la vía más “prudente de tener los ojos, los oídos y sobre todo la boca bien cerrada” (Levi: 478), se alzan los gritos de los sufrientes que, pese a su estridencia no se escuchan de cara a las prioridades de la vida social y personal.
Améry, J. (2004). Más allá de la culpa y la expiación. Tentativa de superación de una víctima de la violencia. España. Pretextos.
Freud, S. (2003). El malestar en la cultura. España. Alianza Editorial. pp. 52-55.
Levi, P. (2005). Trilogía de Auschwitz. Los hundidos y los salvados. España. El Aleph editores.
Metz, J. B., Wiesel, E. (1996). Esperar a pesar de todo. Madrid. Editorial Trotta.