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viernes, 20 septiembre, 2024
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Sobre lo mexicano en Los últimos héroes. La historia no contada del Escuadrón 201, de Gustavo Vázquez Lozano

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Por: SIMITRIO QUEZADA •

El Escuadrón 201 está a punto de unirse a este comando. Deseo expresarle, señor presidente, la inspiración y el enorme gusto que nos despierta este hecho. En lo personal es de lo más gratificante por mi larga e íntima amistad con su gran pueblo”.

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El mensaje fue dictado desde Filipinas por el gran general estadounidense Douglas MacArthur. Fue picado, mediante clave morse, para después transcribirlo, mecanografiarlo y leerlo en voz alta, en la otrora Tenochtitlan, al presidente Manuel Ávila Camacho.

Elementos del Escuadrón 201, mostrando un escudo con firmas. Archivo Casasola. D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.
Elementos del Escuadrón 201, mostrando un escudo con firmas. Archivo Casasola. D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.

En esta noche de agosto, retomo ese mensaje emitido en los últimos días de abril de 1945. Con el permiso de ustedes, lanzo paráfrasis: “El libro más completo sobre el Escuadrón 201 está a punto de unirse a esta feria del libro. Deseo expresarle, señor público aquí presente, la inspiración y el enorme gusto que nos despierta este hecho. En lo personal es de lo más gratificante por mi larga e íntima amistad con su gran autor”.

Gracias. Aunque nacido en las entretelas del mejor rock and roll, y como para alcanzar a arribar a este plano en la fastuosa década lentejuela de los 60, Gustavo Vázquez Lozano es un hombre apolíneo, de carácter y hábitos, muy disciplinado. Debe admirarse su meticulosidad a la hora de investigar, su propiedad a la hora de redactar y su sentido de oportunidad (en el más estricto sentido de lo oportuno, lo pertinente) a la hora de elegir sus temas. Es al tiempo original, fresco y oportuno.

Lo dije, durante el mediodía de este domingo, a dos editores zacatecanos: “el único freno aparente de Gustavo es que no se ha avenido con las mafias literarias capitalinas; no abandona su ciudad ni el centro del país”. El hombre vive venturoso a la sombra de la Virgen de la Asunción ―la tiene como a tres cuadras de su hermoso departamento― y no de la torre Latinoamericana en la peatonal 5 de mayo. Bien sabemos los que no hemos querido irnos de casa, los aferrados al terruño, lo que cuesta resistir en el micromundo del “ahorita no hay presupuesto”, “no estamos publicando”, “los políticos buscan otra cosa” y “es que acá no se lee tanto”: este medio tan lejano en distancia y apoyos de la política cultural centralista, postpaciana (después de Paz), sanangelina o coyoacanesca. Saludos a la Secretaría de Cultura, Gobierno de México.

En un medio cada vez más ocupado por escribanos mañosos que se hacen pasar por escritores extraordinarios o incansables promotores de la lectura, Gustavo es un autor muy serio. En un medio cada vez más coptado por sensacionalistas, busca-premios-de-lo-que-sea, oportunistas y buscadores de audiencias para decirles lo que aún no saben qué van a decirles, Gustavo Vázquez Lozano es un escritor e investigador cabal.

 

En efecto, debemos agradecer ―aunque no sea su cumpleaños, y perdón por la cursilería― la existencia y el trabajo de Gustavo en nuestro entorno. Este rockero introvertido lo mismo nos descubre lo inusitado de la Santa Muerte como de los Evangelios apócrifos, de los Rolling Stones, de los 60 años de soledad de Carlota tras su fatal aventura mexicana, de algunos futbolistas de fama internacional, de Zapata y Villa, de la Virgen de Guadalupe o del ciento diez veces satanizado (una por cada año desde su derrocamiento) hijo de San Luis Obispo y Colotlán, el único huichol en la historia universal que ha sido astrónomo y matemático magistral: Victoriano Huerta. Ya estoy apuntándome para la presentación del próximo año aquí, Compa. Anótele, Doctora Xóchitl.

En medio de su soleada sala del piso superior, allá en Aguascalientes, Gustavo suele bajarle el volumen a Mick Jagger o Paul McCartney con Beatles o Wings (suele bajarle o de plano subirle) y, en su carácter de novelista, nos regala “El elefante que sonreía” o “La Estrella del Sur”.

Y todo lo escribe o en inglés, cuando publica en Estados Unidos para la editorial digital Charles Rivers, o en nuestro tremendo español, para su entrañable Libros de México. ¡Ah! Y luego lo traducen al ruso, nomás por méndigo Maestrazo que él es.

¿Qué tiene dentro de su cabeza un novelista e investigador de nuestro país para que de pronto, tras la primera década del siglo 21, se le ocurra regresar 70 años a rescatar un hecho que más bien ha sido anécdota; que más bien ha sido dos renglones en algún libro de historia de México?

Gustavo se metió, más que a la cocina, a los álbumes fotográficos de los pilotos aún vivos en 2015 y 2016. Se fue hasta la Universidad de Texas, entrevistó al medio mundo circundante de los 270 mexicanos involucrados en tareas de tierra y los 30 de las cabinas de avión, y sus hijos y sus nietos, y los archivos y periódicos de la época. 

Gracias a esta esforzada investigación de Gustavo, podemos no sólo recuperar al santo, sino también examinar de qué están hechos sus ropajes. Frente a un sistema educativo que durante décadas y de modo conveniente nos ha presentado, al estilo DC, a superhéroes y supervillanos de nuestra historia nacional, la obra de Vázquez Lozano nos recuerda de refilón que el insigne José Vasconcelos, creador de la Secretaría de Educación Pública y los libros de texto gratuitos y la Red Nacional de Bibliotecas y el lema de la UNAM “Por mi raza hablará el espíritu”, era pronazi, rendidor del culto al Adolf azote del Tío Sam. Lo mismo sucedía con el pintor Doctor Atl y un montón de persignados de todo el país que, con tal de continuar odiando a los gringos aborrecidos por Tata Lázaro, también preferían gritar ¡Heil, Hitler: triunfa y, junto con Italia y Japón, ven a librarnos de Estados Unidos!

Gracias a este libro de Gustavo, nos queda más claro que la incursión de México en la Segunda Guerra Mundial fue un acto más político que militar, más de conveniencias que de convicciones. Era necesario aprovechar la oportunidad de por fin reconciliarse con quien podía adueñarse de la mesa del triunfo. Claro que el panorama era ambiguo: el mismo militar Cárdenas que dirigió al comando mexicano había sido considerado pronipón. Los reportes estadounidenses informaban que el efectivo había sido muy bien recibido en Japón en años anteriores.

Gustavo Vázquez Lozano
Gustavo Vázquez Lozano

Con todo, aquí viene lo que considero lo más valioso del libro de Gustavo: hay en sus páginas un regusto de lo mexicano. Hay algo que, como buen investigador de Chava Flores, disfruté con gusto culposo. Entre un joven piloto mexicano que, aprovechando su estancia de entrenamiento con los gringos, corteja a una adolescente de Victoria, Texas, y en secreto se casa con ella en Brownsville, hasta otro que, exultante por su propio matrimonio, sobrevuela el P-47 a su cargo (“Pecuas”, le apodaron sin disimulo estos mexicans)… Lo sobrevoló a unos metros del pavimento y casi tocando con las alas metálicas a las paredes de los edificios, no faltó el inevitable espíritu travieso de los mexicanos frente a la reprobación tan marcial de los anfitriones gringos.

Quienes hemos vivido y trabajado en ciudades texanas, quienes hemos visitado New Mexico y Arizona ―discúlpenme la deliberada redundancia― sabemos bien a qué sabe en aquellas tierras la tajante discriminación a los mexas. Si no hablamos bien el inglés, sale más fuerte el penoso asunto. Así que la inevitable picardía de los héroes, los tropiezos en sus entrenamientos, la dureza y desconfianza hacia ellos en los cuarteles militares norteamericanos, la rocola rentada por el de 16 años a los tripulantes a Filipinas y la guitarra por las noches (con la Canción Mixteca incluida) me remiten mucho a los campos semánticos de las palabras peripecias y chiripa.

A las 4:37 de esta tarde de domingo, avisé por WhatsApp a Gustavo que con esto que ahora leo vine a ofender a su libro, cito, “con la comparación más odiosa que pueda concebirse”. Él pudiera sentirse ofendido por venir yo a lanzarle lodo a su obra, y ustedes también como público por la falta de finura de la siguiente referencia, pero ni modo: a lo hecho pecho, me voy a arriesgar. Confieso que, en varios momentos de la lectura, hace dos años, y las relecturas, en estas semanas, a esta obra tan seria, tan madura, tan bien documentada, bien redactada, no pude detener a mi traidora mente de que me desplegara escenas de una grasosa película mexicana de los años 80: “Cinco nacos atacan Las Vegas”. De veras discúlpenme: veo de pronto entre las líneas, y no por culpa de Gustavo ni por culpa del libro, sino de los hechos mismos, un Ocean’s Eleven de la más baja ralea, donde, con toda la idiosincrasia, excesos y vicios de la raza de bronce, los pícaros mexicanos terminan aprovechándose de los gringos que querían aprovecharse de esos mexicanos.

Y qué bueno que no mencioné el más horrible bodrio “Salvando al soldado Pérez”, donde un narco y varios sicarios a su cargo deben entrenarse para ir a Irak a rescatar al hermano marine. Fiu. Que conste que no lo mencioné. Por favor, corten esta parte, editores.

Si ya saben cómo soy para qué me invitan, toda la culpa es mía. Y esto obedece a que, a los episodios de la rocola en renta sobre el viaje por el océano, la guitarra nocturna con la que los elegidos extrañan la novia y la familia, la socarrona boda secreta en Brownsville del mexicano con la niña Hudson de Sweet Sixteen y la imprudencia del avión que parte plaza y hace temblar aparadores en medio de una ciudad texana y sus escandalizados habitantes, se une la rememoración de los próximos héroes bajando sus cantimploras al mar, para enfriarlas, y perdiéndolas por la corriente. El final de la peripecia es que terminan comprando otras de contrabando, sobre la misma cubierta.

¡Ah! Y tenemos la socarrona suposición que hace Gustavo ―quizá pensó que yo ya la había omitido― de que, tras leer el solemne telegrama de MacArthur, ése qué cité al principio, el también militar y presidente Ávila Camacho pudo haber reparado en que el gringo, cito, “había sido parte activa en la invasión estadounidense a Veracruz”, justo treinta años antes.

La última y nos vamos: ayer sábado, frente a su puesto de libros en la Alameda, el periodista Mario Padilla evocaba con gusto ese pasaje de cómo los pilotos fueron recibidos en Manila por una comitiva encabezada por la hija del cónsul paisano, vestida ella de china poblana, y las notas de nuestra marcha “Zacatecas”, del arpista Genaro Codina, tocada por despistados músicos filipinos qué seguramente no habían encontrado la partitura del español Jaime Nunó, la del santaanesco Himno Nacional Mexicano.

Superando todas esas anécdotas, hay que decir que esos pícaros involuntarios, esos miembros de escuadrón de un país que jamás había participado en una guerra internacional, enviados por un gobierno que ni siquiera tenía armas para una circunstancia de estas dimensiones, se enfrentaron a unos aviadores japoneses más locos, crueles y suicidas que ―diré con mi español más mexicano― “nomás ellos solitos” acabaron hundiendo a 70 barcos gringos, ingleses, franceses. El 1 de mayo de 1945, esos mexicanos entraron a la costa entre restos hundidos de tales naves.

La lucha, pues, se dio en muchos sentidos y desde mucho antes: desde un México que, repito, en nombre de la reciente expropiación petrolera alentaba un ánimo proclive al Tercer Reich y previendo el triunfo de los aliados apoyó de pronto la campaña proyanqui en nuestras comunidades, pasando por las críticas de muchos paisanos a la aventura más política que decisiva y llegando a ese nerviosismo del pueblo ―bien apuntado por Gustavo― de que la guerra pudiera terminar sin que los enviados mexicanos tuvieran la “chance” de entrar en acción.

No me extenderé en lo consignado por el libro, ni en lo que rodeó al combate, el retorno de los héroes y el olvido en el que quedaron. Dejaré que ustedes, lectores, adquieran el libro y hagan la tarea.

Cerraré con comentarios parroquiales, y de la Parroquia de La Purificación, a un lado del Jardín Madero del Mineral de allá enfrente: me gustó que Gustavo incluyera, como innegable precursor de la aviación en México, a Francisco Sarabia. Y me gustó porque en Fresnillo, municipio al que Gustavo conoce bien ―al menos por la biblioteca principal, las tortas de carnitas desbordadas y los juegos florales que hoy ya no existen― hay una calle Francisco Sarabia, muy cerca del centro, y pocos fresnillenses y pocos zacatecanos saben quién fue el insigne.

En definitiva, “Los últimos héroes” es un libro estupendo que nos permite conocer mejor a esos jóvenes de entre 16 y 41 años: integrantes de una generación nacida en el fragor de la guerra revolucionaria mexicana, la primera que en el mundo vio el siglo 20. Right or wrong, bien o mal, ellos conformaron ese contingente, el único, que por los motivos que sean, insisto, más o menos nobles o innobles, dieron la cara y la lucha en nombre de nuestro México lindo y qué herido. Gracias.***

Texto leído en la Feria Nacional del Libro Zacatecas 2024, durante la presentación de Los últimos héroes. La historia no contada del Escuadrón 201, de Gustavo Vázquez Lozano, publicado por Debate. El autor recibió recientemente el Premio Nacional de Novela Histórica Ignacio Solares 2024 por su libro El indio victoriano.

 

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