Como lo señaló reciente el filósofo español, Daniel Innerarity, los diagnósticos sobre los males de la democracia, suelen dividirse en dos grupos: los primeros achacan sus problemas a la clase política y suponen (suponemos), que la distancia generada entre instituciones y ciudadanos, puede resolverse con mayor transparencia, más participación y rendición de cuentas. Los segundos, por el contrario, concluyen que el problema no es la clase política sino la irracionalidad de los electores. Es claro que este texto se define por la primera opción, aunque no desecha del todo la segunda, solo que la entiende como una consecuencia perversa de la primera, que no sólo atenta contra los políticos (coloquialmente diríamos ¡bueno fuera!), sino en las instituciones mismas y en la calidad de éstas respecto a los servicios que prestan a la sociedad.
No podemos separar a los actuales problemas del modelo democrático liberal al fenómeno económico y social de la desigualdad; por el contrario, sí un síntoma se hace patente en cada proceso de desafecto por la democracia, es justamente, una creciente y cada vez más percibida desigualdad, ahora bien: ¿puede la transparencia, la participación y la rendición de cuentas, propiciar las estrategias y decisiones públicas que conlleven a una mejor calidad institucional y a su vez a un efectivo y notorio combate a la desigualdad? Aquí apostamos a que sí.
Sí coincidimos con el ya clásico texto de Acemoglu y Robinson, Por qué fracasan los países, es a través de la política que se puede perfilar instituciones políticas inclusivas que vigilen y mantengan bajo control a instituciones extractivas, causantes de las graves condiciones de desigualdad en países en vías de desarrollo o pobres. En pleno siglo XXI, con los avances tecnológicos y de comunicación, con un poder cada vez más fragmentado en lo que el Moisés Naím ha llamado los micropoderes, involucrar a la ciudadanía en la toma de decisiones, a través de un ejercicio pleno de deliberación, con herramientas como la transparencia y mecanismos adecuados, que se adecúen a las condiciones de vida de la población, para la rendición de cuentas, las instituciones tienen una oportunidad para su revitalización, y con ello para la mejora de las políticas que diseñan e implementan. Una larga lista de condiciones y precondiciones, nos invitan a reinventar al Estado, a través de la democracia para beneficio de todos.
Hay a nuestro alcance opciones muy cosmopolitas, pero también muy latinas. Cada vez más se desarrolla el cuerpo teórico que da fuerza al concepto de Gobierno Abierto y lo lanza hasta convertirse en lo que ya se conoce como el Estado Abierto, sus componentes pueden bien utilizar los antecedentes que se abordaron en los primeros dos apartados de este ensayo: tanto los avances en materia electoral, que en sí mismos fortalecen la participación ciudadana en la toma de decisiones (aunque estén limitadas en ésas primeras etapas al quién toma las decisiones y no necesariamente al cómo se toman esas decisiones), la segunda transición, en materia de rendición de cuentas, que abre el espacio para la transparencia y la evaluación institucional de las decisiones públicas; y finalmente, el contexto inexpugnable del deterioro del Estado democrático, a partir de su propia legitimidad, anclada a su vez, en un novedoso contexto comunicacional que no obedece más a las reglas de los medios masivos de comunicación y que se ha atomizado hasta crear en un perfil en redes sociales, un actor que puede llegar a la preponderancia con algo de suerte y un poco de auxilio del algoritmo. La tarea pendiente de abrir al Estado a la ciudadanía no puede esperar más, ya no solo para que forme parte de la designación de sus titulares, sino también de las deliberaciones, determinaciones y estrategias que ahí se definen y la evaluación, reforma, rediseño y reimplementación de éstas.
@CarlosETorres_
