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jueves, 25 abril, 2024
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Hace 200 años hoy

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Por: José Ramón Cossío Díaz • Admin •

El 24 de febrero de 1821 Agustín de Iturbide proclamó en Iguala la independencia de la América Septentrional. Los elementos en los que se fundó su resolución fueron la religión católica; la absoluta independencia del reino; un gobierno monárquico constitucional ejercido por Fernando VII, su dinastía u otra ya reinante; una constitución imperial; el reconocimiento de la ciudadanía y la propiedad; la conservación de los fueros y propiedades eclesiásticas y la formación de un ejército protector llamado de las Tres Garantías, destacadamente. El 24 de agosto del mismo año, se firmaron los Tratados de Córdoba en los cuales se ajustaron algunos de los elementos acabados de mencionar. El nombre del proyecto político sería el de Imperio Mexicano; a falta de aceptación de algún noble español, el emperador sería designado por las cortes del naciente país; una junta provisional gubernativa tendría a su cargo las funciones inmediatas de gobierno y las cortes electas establecerían la constitución del Estado.

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Con los elementos anteriores comenzó la aventura de la nueva nación independiente. Dentro de las posibilidades teóricas y culturales de la época, nada había de reprobable en la elección de los elementos fundacionales. El dominio religioso era lo común de entonces. También, la cada vez más compleja relación entre la monarquía y el pueblo. Asimismo, la asignación de las funciones de los órganos públicos mediante las correspondientes disposiciones constitucionales. El Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba expresaban, en el contexto, la independencia de un pueblo lograda mediante los arreglos de sus élites, lo que podía llegar a ser los cauces ordinarios de buena parte de los gobiernos de entonces. Al ser ambos documentos y, sobre todo, sus condiciones de celebración eminentemente transaccionales, no hubo lugar para el detalle ni, menos aún, la filigrana jurídica. Uno y otra habrían de llegar en el texto constitucional que emitirían las cortes formadas como resultado del proceso político electoral al que se convocaría para darle sustento y legitimidad a las normas y los órganos que ordenarían la vida de la población independizada.

Como sabemos, poco de lo anterior pudo realizarse. Esto, por la gran cantidad de cuestiones que tenían que ser procesadas en esos momentos. Era difícil que las enormes diferencias en opiniones, planes, modos de ser, intenciones e intereses, pudieran avenirse en torno a la figura de Iturbide y las normas constitutivas de su nuevo imperio. Específicamente, el Reglamento Provisional Político de enero de 1822 distaba mucho de ser una solución para los desmembramientos territoriales que se anunciaban, las tensiones entre monarquía y república, los balances territoriales y los acomodos entre razas y clases. Ni ese primer proyecto político ni esa su pretendida normatividad tuvieron eficacia.

Un nuevo proceso se inició al caer el imperio. Lo relevante ya no era finiquitar a Iturbide y sus seguidores, sino darle sentido a un proyecto de nación. Establecer las formas mediante las cuales un vasto territorio podía ser dominado y las conductas de sus habitantes reguladas a través de una eficaz acción de gobierno. Expedidos en 1823, el Plan de la Constitución de la Nación Mexicana y el Acta Constitutiva de la Federación, fueron la respuesta para atajar a diversas fuerzas centrífugas de lo que difícilmente podía verse todavía como una nación. La Constitución del año siguiente, fue un esfuerzo acrecentado para organizar lo que se asumía como más ordenado.

Nuestro primer texto constitucional en sentido pleno fue también la expresión de las ideas dominantes de su tiempo. La manera elegida para formalizar la religión, el modelo de gobierno, la votación, la representatividad, la división de poderes, las facultades expresas y residuales y las responsabilidades, estaban en el constitucionalismo de la época. Las opciones eran imaginables y, de alguna manera, hasta predecibles. En los márgenes se insertaron modalidades y respuestas procedentes de las condiciones o inquietudes particulares de quienes debatían por darse un algo funcional y pertinente.

Nuevamente, y como prácticamente acontecería en los siguientes 50 años, las soluciones jurídicas no fueron suficientes para avenir corrientes, intereses y proyectos. Era difícil que por las virtudes de un texto, quienes querían el ejercicio de un gobierno central, aceptaran la existencia de entidades libres y soberanas. También fue complejo, que quienes suponían que el gobierno debiera ejercerse por aquellos que tenían un patrimonio, admitieran que todos podían concurrir libremente a las elecciones. Finalmente, que quienes asumían que la presencia de la Iglesia debía ser mucha para garantizar así la moral pública, vieran acotadas las posibilidades de actuación de quienes la encarnaban.

En ninguna de las constituciones de entonces pudo asentarse un proyecto más o menos común de nación ni, tampoco, del gobierno que ésta requería. Los textos terminaron siendo expresión de ganadores y relegación de perdedores, en un ciclo complejo y sangriento. Más que una constitucionalidad, los textos expresaron el decir de quienes lograban imponerse. Su funcionalidad era más la de un acta certificadora del triunfo, que un proyecto de convivencia razonablemente generalizado. La acumulación de tensiones y conflictos no podía ser contenida en un solo texto fundamental ni en sus muchas ramificaciones normativas.

Las constituciones son textos que en parte dirigen los fenómenos, en parte los contienen. Que en ocasiones requieren ser reformados para permitir el paso y el peso de los acontecimientos. Sin embargo, por sí mismos no son las estructuras las que orientan o detienen, hasta encauzar de suyo, los fenómenos de una sociedad que, o no se identifica con las regulaciones textuales o, simplemente, tiene demasiados componentes que quieren ir a su propia marcha hasta crear una cosa distinta.

A 200 años de aquellos momentos, ¿cuál es la relación entre la sociedad y la Constitución de hoy? ¿Estamos ante una situación en la que los diversos componentes sociales han dejado de reconocerse en ella, a asumir que ese texto es incapaz de darles ritmo y dirección? ¿O, por el contrario, que el texto vigente, producto de numerosas reformas, contiene un proyecto capaz de aglutinarnos, si no a todos, sí al menos a muchos de nosotros? Creo que en la penúltima pregunta está la clave de buena parte de las conexiones entre la Constitución y, por decirlo así, las diversas sociedades que la han logrado reformar.

El texto en vigor contiene las líneas generales de un proyecto político razonablemente compartido. No veo que nadie esté pensando en imponer una religión única, sino que con todo y las varias tensiones existentes, encuentra que la laicidad es un buen punto de entendimiento. Tampoco percibo que nadie esté suponiendo borrar los contornos federales, por más que la centralización –que no el centralismo– se haya permeado en las últimas décadas. No creo que nadie esté pensando que debemos ser gobernados por príncipe alguno –nacional o extranjero–, ni constituir una casa reinante o dinastía popular. Por el contrario, asumo que los derechos se entienden como base única de la antropología constitucional, que la división de poderes es admitida como el mejor mecanismo para controlar el ejercicio del poder público y que las elecciones libres y periódicas son tenidas como el mecanismo más adecuado para constituir la representación nacional.

Lo que parece constituir la problemática actual, a diferencia de la de nuestros antecesores decimonónicos, no parece radicar por sí misma en el gran dibujo constitucional. Parece provenir de las maneras en que ese diseño se hizo modelo y el modelo, mecánica operativa. Los derechos siguen siendo un sueño para muchos, por más que haya tantos y tan buenos reconocimientos. La representación democrática mantiene o amplifica las condiciones de desigualdad, al extremo de que no pueden, ya no digamos cambiarla, sino ni siquiera atenuarla. Las formas de ejercer el poder no van, tampoco, por los cauces adecuados. Los funcionarios o no saben o no pueden hacer aquello para lo que fueron nombrados y lo que las propias normas les exigen. La administración parece ser el botín con el que es posible premiar a los leales o, al menos, a las bases de quienes por diversas ramificaciones pueden funcionar a modo. Las diligencias para satisfacer los ideales de una república que es pensada, desde luego en el nacionalismo imperante, como la casa de todos, no se actualizan. El cargo, la posición o el más simple estar, es ocasión de corrupción o abuso, cuando no de mera apatía.

A diferencia de hace 200 años, nosotros no necesitamos reinventar la Constitución. Tampoco tenemos que pensar cómo desplazar por la fuerza a quienes hoy coinciden con su texto, ni tampoco estamos a la espera de ser desalojados de la vida nacional por quienes la rechazan. Estamos en un momento distinto. No tenemos que asumir que debemos dar la vida, o al menos aventurar toda nuestra seguridad, en el establecimiento de una serie de principios o valores como normas jurídicas. Lo que debemos hacer, a diferencia de nuestros antiguos paisanos, es exigir la aplicación de más y más Constitución. Del cumplimiento no de algunos elementos constitucionales y el rechazo de otros, sino de la totalidad del texto que, con sinsabores, avances y retrocesos, hoy tenemos en vigor.

A 200 años del inicio de nuestra vida independiente, lo que debemos hacer es exigir el acatamiento de la Constitución y de las leyes que de ella emanan. La plena satisfacción de los derechos, la plena ejecución del modelo de economía mixta, la redistribución de los ingresos, la más amplia y plena participación democrática, el ejercicio más completo y complejo de la división de poderes y de nuestro sistema federal, el control judicial de los actos de poder y la solución pacífica de las controversias, la laicidad del Estado y sus funcionarios, el combate a la corrupción y la protección al patrimonio de todos. Finalmente, la posibilidad de reformar el texto constitucional mediante los medios que el mismo prevé.

Lo curioso de este tiempo es que la utopía que acabo de describir está contenida en el texto constitucional. Nada de ello es ajeno al mismo. Tampoco, me atrevo a afirmarlo, nadie está por la labor de destruirlos o de plano negarlos. A diferencia de lo que sucedía entonces, no necesitamos un nuevo texto. Un nuevo diseño de lo que debiera componer nuestras vidas privadas y públicas. Simplemente requerimos la constante y perpetua voluntad de aplicar y vivir conforme a nuestra Constitución. n

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