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miércoles, 24 abril, 2024
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■ El Péndulo

Se requiere mucha fuerza política para transformar el estado corrupto

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Por: RAYMUNDO CÁRDENAS HERNÁNDEZ •

Desde mi punto de vista, el proceso de liberación democrática en México inició con la reforma política de 1977, que abrió la puerta de la legalidad a buena parte de las izquierdas mexicanas. Con ello, la lucha electoral se convirtió en la vía más viable para dirimir la mayor parte de los conflictos existentes en una sociedad extraordinariamente desigual, aunque el levantamiento armado del Ejército Zapatista, el 1 de enero de 1994, mostró que la marginación, por siglos, de los pueblos originarios mexicanos, ni siquiera estaba en el radar de la clase política en su conjunto. Se puede afirmar que, a partir de 1979, las condiciones de la competencia política mejoraron gradualmente, y ello ayudó a que se consolidara un sistema de tres partidos competitivos y a que millones de mexicanos se interesaran en participar. Los votos se convirtieron en la fuente de legitimidad. El sueño democrático se empezó a debilitar a partir del fraude de 1988 y con las concertacesiones de Carlos Salinas al PAN, que mostraban cada vez más claramente que los neoliberales priístas y panistas priorizarían la aprobación de las reformas neoliberales a cualquier compromiso democrático. Cuando Fox dejó de lado su compromiso con una profunda reforma del estado para gobernar con el PRI, dando continuidad al régimen político, quedó claro, ante quien quisiera verlo, que ya formaban una sola fuerza política, lo cual quedó al desnudo frente al país con el desafuero de AMLO en 2005 para impedirle participar en la elección de 2006 y, ante el fracaso de esa maniobra, con la operación política para imponer fraudulentamente a Felipe Calderón.

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Hoy sabemos que Genaro García Luna irrumpió en el primer plano del escenario político nacional cuando Fox lo designó director de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), y que entonces empezó a tejer la red de sus relaciones con los distintos grupos del crimen organizado, que empezó a conocer durante su paso por el Cisen y que consolidó desde su puesto de secretario de Seguridad en el gabinete de Felipe Calderón. Los testimonios presentados por diversos testigos presenciales, durante el juicio a Genaro García Luna en Nueva York, permiten deducir, sin dificultad, que las fugas de El Chapo Guzmán, en 2001 y en 2015, fueron posibles por la complicidad de las más altas autoridades de México, y muy  probablemente, también de algunas agencias norteamericanas, que en 2007 lograron que el gobierno mexicano firmara la Iniciativa Merida para combatir coordinados a los grupos delincuenciales mexicanos; cuesta trabajo creer que ellos no sabían de los manejos de García Luna y a su equipo, que permitieron al cártel de Sinaloa crecer y fortalecerse como nunca. La declaración de guerra contra el narcotráfico, declarada por Calderón, y la propia Iniciativa Merida, resultaron la escenografía perfecta para encubrir su complicidad con el cártel de Sinaloa. 

El proceso referido arriba coincidió trágicamente con otro que ha conducido al estado deplorable de la justicia en México. Prácticamente, todos los mexicanos sabemos que las sentencias se compran y se venden. La cantidad de casos en que los jueces son comprados por criminales, o por aquellos que pueden pagar su impunidad, están a la vista. El poder judicial ha sido incapaz de sanearse y el nepotismo que lo caracteriza no se ha corregido. Y por ello es que se requiere una gran presión de la opinión pública para que la SCJN y el Consejo de la Judicatura hagan algo al respecto. El presidente López Obrador ha cuestionado duramente lo que a su juicio son tecnicismos legales que los jueces ejercen a contrapelo de la ética y la justicia. Criminales que son liberados por un requisito sin importancia, cuentas bancarias desbloqueadas por falta de un procedimiento, a pesar de que se trate de sumas absurdas y desproporcionadas para los ingresos de un servidor público o de las actividades de un particular. Es evidente que esta grave situación solo podrá ser corregida en el próximo sexenio, cuando la presión de la opinión pública y de los otros dos poderes de la unión obliguen al Poder Judicial a tomar las medidas que sean necesarias, y lo mismo vale para las Fiscalías. Otro asunto que se tendrá que resolver, a partir del nuevo gobierno, es la legitimidad de lo que los académicos llaman Lawfare, la guerra mediática y jurídica para descalificar a un adversario o para detener la transformación. El desafuero de AMLO fue un caso evidente, lo mismo que varios amparos en materia eléctrica, y varios acuerdos para proteger a narcotraficantes o delincuentes como los factureros. Han sido un recurso político propiciado por jueces inescrupulosos que no tienen compromiso con el saneamiento del poder del que forman parte. 

Por todo lo anterior, los electores mexicanos deberemos tener en cuenta que las asignaturas pendientes son muy importantes, y que solo las podremos resolver si en 2024 llevamos al poder presidencial a una persona muy comprometida con la transformación, que cuente con un apoyo electoral aún mayor que el que obtuvo AMLO en 2018. Debemos tener presente que, reformas como la que requiere el Poder Judicial, solo se podrán realizar con una amplia mayoría de votos y de legisladores igualmente convencidos de los cambios que el país requiere.

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