Reza alguna perla de la sabiduría popular, de la vertiente para mayores señas denominada maledicencia, que cuando riñen las comadres se sacan sus abundantes trapos al sol; empero si se trata de comadres con alguna clase de poder no aparecen dichos trapos sino un poco después; habida cuenta la pariente espiritual que lleva la peor parte, regularmente la menos poderosa de las beligerantes, suele en principio poner al mal tiempo buena cara, protestar vehementemente “disciplina” e “institucionalidad” y, desde luego, fidelidad al “proyecto” (¿?) de su esclarecida comadre, por el que estaría dispuesta a dar la vida, ya no digamos hacerse a un lado; y esperar pacientemente el poder de la otra disminuya, para llegado el momento sorrajarle una denuncia sazonada con las apostillas habituales: “Yo le dije: ‘Comadre, ¿pero qué anda usted haciendo?; ¡no vaya a enterarse mi compadre!’; pero ella me dijo: ‘No es cierto, comadre, soy una comadre honrada, y a usted, comadre, créame: ¡más le vale no dejarse llevar de chismes!’; y yo, pues, ¿qué más podía hacer?
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La pública manifestación de buscar la Presidencia, a unos días de los últimos comicios, por parte de distintos personajes, posibilita avizorar aun cuando hunde sus raíces en el veinte, y tiene sus primeros antecedentes en el diecinueve, el México de las primeras décadas del siglo veintiuno pasará a la posteridad como el País de las Elecciones.
¡Cuán acertados estuvieron los que aquel remoto dos mil conjeturaban con la derrota del PRI el acarreo, el carrusel, la operación tamal, etcétera, eran cosa del pasado!; si bien no porque la democracia hubiese al fin llegado, como creían aquellos ingenuos, sino porque tales prácticas correspondían a la etapa artesanal de lo que pronto habría de ser la mayor industria nacional, cuyo crecimiento exponencial la ha hecho equiparable, en víctimas mortales, a otras áreas del crimen organizado.■
