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martes, 16 abril, 2024
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Respira, madre

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

Cuando escribes aprendes a respirar. Cada coma, cada punto, cada punto y seguido, cada punto y coma, exigen un distinto tipo de respiración. Se trata del ritmo de tu texto. En un primer momento piensas que eso del ritmo sólo les toca a los poetas cuando hacen el conteo silábico de sus versos. Y algunos son tan exactos con el ritmo que no parece que cuenten o que narren, sino que cantan. Por eso los músicos entienden tanto del ritmo. Pero en la prosa el ritmo también es importante. Cuando lees lo primero que aprendes es la propuesta rítmica del autor. También por eso hay autores que dominan tan bien el ritmo que saben dónde emplear frases cortas y dónde emplear frases largas según lo exija la trama de lo que nos están narrando. No quiero dar ejemplos de autores que manejan el ritmo magistralmente. No se trata de eso. 

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El 18 de enero se cumplió el tercer aniversario luctuoso de mi madre. Casi sin quererlo la memoria vuelve a ese justo instante en que decidió abandonarse a sí misma y abandonar el mundo. Y lo hizo con ritmo. Era el ritmo de su respiración porque padecía una enfermedad pulmonar incurable y los últimos meses de vida los pasó conectada a horrorosos tanques de oxígeno que se encontraban en un rincón de la casa únicamente para recordar a todo el que entrase que mi madre se estaba muriendo, que necesitaba oxígeno en sus pulmones y que cada vez respiraba con mayor dificultad. 

Al lado de la cama de mi madre hay una ventana y por ahí alcanzó a ver los últimos cielos azules, los últimos atardeceres, y quizás hasta se admiró cuando vio que por esa ventana entraba la mismísima muerte que venía ya por ella: era su hora. Y si te acercabas a ella aprendías un poco más del ritmo de la vida. Por eso es que no respiramos de la misma forma. Hay quienes lo hacen de manera acelerada. Hay quienes lo hacen de manera mucho más pausada. Por ejemplo: no es la misma respiración de un empedernido fumador que la de un niño. O no es la misma respiración de alguien que padece una enfermedad pulmonar que la de alguien que padece cáncer. Y esas respiraciones tan solo nos indican que la vida va mucho de ritmo. Cada día tiene el suyo. Hay quienes hasta aprenden a bailar con el ritmo de su vida. Y ahí los ves: se saben mover conforme al ritmo que la vida les exija. 

Cuando llegaba a ver a mi madre por lo regular la pasaba recostado a su lado en la misma cama. Y entonces hablábamos de tonterías. Me preguntaba cómo me iba en la vida y entonces, aunque mintiese, procuraba darle un buen relato, un pedazo de historia con el que se entretuviese y a la vez se distrajera de su dolorosa enfermedad. Y en ocasiones cerraba los ojos: supongo que lo hacía para imaginar parte de la historia, es parte del efecto que tiene narrar en voz alta. Sin embargo, había ocasiones en que los dos guardábamos silencio y nos dedicábamos a admirar la caída de la tarde o el surgimiento de una luminosa mañana. Entonces escuchaba su respiración y era agitada, dificultosa, como si cada vez que respirase diera un camino hacia la muerte. Comprendí que la muerte tiene también un ritmo previo: que baila contigo en la pista de la vida y que cuando ella lo decide toma tu mano y salen por la puerta de salida del enorme salón de baile que es este mundo. Si algo queda es la estela de los últimos pasos: esas tristes huellas que habrán de seguir los que ahora te extrañan. El camino ya está trazado desde ese momento. 

Ponía mi mano sobre las suyas ya esqueléticas. Y ahí también sentía cómo esos temblores de sus dos manos marcaban un ritmo totalmente distinto del que hasta en ese momento yo conocía. Aprendí entonces que las manos del enfermo tiemblan para advertirnos que están por decirnos adiós. Que acaso en la imaginación del enfermo las moverá en el aire en un afán de despedirse de quien lo quiere. Y así fue. 

Yo estaba totalmente furioso con el ritmo de la respiración de mi madre. Sabía lo que significaba. Entendía acaso que conforme ese ritmo se fuese distorsionando llegaría por fin el ocaso de mi madre. Y me enfurecía porque era un ritmo que ya no se podía modificar: el conteo de las sílabas estaba hecho y la métrica del poema era tan exacta como la llegada de la muerte. No recuerdo cuán enfurecido estaba porque al salir de su habitación comprendía que mi ritmo era totalmente opuesto al ritmo de mi madre. Desde ese punto, desde el ritmo, tenía la intención de comprender poco a poco su ausencia; no obstante, aunque todos en la familia sabíamos que tenía una muerte incurable y que el deterioro de ella sería progresivo, jamás consigues hacerte a la idea de que un día tu madre va a morir, te dejará entre las sombras de su ausencia, pasará a ser un anquilosado recuerdo que si los años te lo permiten abrirás cada 18 de enero de manera completa. Un enorme baúl del que consigues tomar restos para continuar con tu vida. Bien o mal, pero continuar. Y entonces marcar tu propio ritmo. 

Era como una puerta veloz que se abre y se cierra violentamente su respiración. Apenas si se despegaba de las mangueras de oxígeno y se sofocaba, su respiración estallaba en mil fragmentos, inmediatamente se tenía que poner de nuevo esas deleznables mangueras que, sin embargo, eran su último refugio de vida. Por eso mi madre tenía dos respiraciones paralelas: una de ellas era como la calma del mar cuando se encuentra tranquilo, cuando sobre sus dimensiones acuosas aún alcanzamos a ver el sol frente a uno de los más hermosos atardeceres. La otra era un borracho que en su vaivén tira mesas y sillas, se detiene por momentos de la pared, parece que va a caer y no lo hace, consigue llegar con ese empedernido ritmo a su habitación, a su cama, y casi reptando consigue caer como un pedazo de cemento. Y entre estas dos respiraciones y dos ritmos estaba aguardando la muerte no solo a mi madre, sino a mis dos hermanos y a mí, pues cuando un ser querido muere también muere una parte tuya, algo se rompe o se pudre por dentro, te quitan una parte del cuerpo que sin bien no te deja sin vida te hace falta para enfrentar la oscuridad y las penumbras con las que se pueblan ciertos caminos de vida, ahí donde únicamente necesitas las palabras de consuelo de tu madre. 

Podría finalizar de la manera menos apremiante y advertirles que si su madre aún vive procuren gozarla día con día. Me he enterado de muchos casos donde las madres casi están en el abandono porque los hijos pocas veces van a visitarla. Qué enorme tristeza padecerán cuando ya no la tengan, cuando aquella visita que se hacía tan necesaria para darle un soplo de vida y de alegría a ella sea ahora al panteón donde se encuentre para intentar hablar con los muertos. No soy quien para dar consejos y de antemano advierto que los consejos me resultan asquerosos. Pero no hay nada más triste que enterarse del abandono de alguna madre. Es el mismo pensamiento que nos repetimos a diario: pensamos que tanto nosotros como ellos vamos a ser eternos, que no pasará el tiempo y nos aplastará como cucarachas, que llegará un momento en que todas las personas que ahora mismo tenemos alrededor se oculten tras de los sombríos sauces, y eso si es que no nos toca a nosotros antes caminar el mismo camino que andan los muertos. 

Pero la extraño. Y no hay día en que no me incline frente a sus recuerdos. Extraño el sonido de su voz y sobre todo el de su risa. Ahora mismo me gustaría escucharla a mi lado mientras termino de escribir mi columna. Y seguro que se la leería al finalizarla. Entonces seguro que habría sido de otro tema la columna. Y como siempre me diría, al finalizar, que le gustó: ella era la única lectora realmente importante, mi juez más destacado, mi crítica más intensa. Sin ella pierde hasta un poco de sentido la escritura. Sin embargo, de no contar con ella, de no bailar en la misma pista, no hubiese escrito este texto, y si bien no es un buen texto (a mí que por lo regular me enfadan los textos que hablan sobre la madre) al menos celebra con alegría y tristeza (no me pregunten cómo es esa combinación) la ausencia de mi madre desde hace tres años. Por lo pronto todo el día de hoy la traeré conmigo, a mi madre, y en una de esas y hasta conseguiré bailar su mismo ritmo, aunque sea por un momento, la escucharé desde la caja de madera que guarda sus cenizas y estoy seguro de que me animará a continuar paso a paso, hasta que irremediablemente a mí me toque bailar su mismo baile con su mismo ritmo y respiración: la respiración de mi madre, quien respira a través de los huecos de los sólidos recuerdos que nos dejó. Respira, madre, por favor, y hazlo ahora sobre tus hijos.      

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