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jueves, 18 abril, 2024
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La paz y el silencio

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Por: LUCÍA MEDINA SUÁREZ DEL REAL •

Afortunadamente ha cambiado el paradigma al que estábamos acostumbrados de culpar a la víctima cuando la muerte violenta o la desaparición de alguien era noticia. 

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Cuando esto sucedía, a botepronto, y sin mediar investigación, se hacía a la víctima responsable de su propia muerte, argumentando que ésta se debía a que “andaba en malos pasos”, o a que “tenía amistades que no le convenían”. 

Era en aquel entonces un discurso socialmente aceptado, quizá en buena medida porque éste nos daba tranquilidad. Nos hacía sentir que a nosotros y a los nuestros no nos pasaría porque, a diferencia de quienes ya habían vivido esa circunstancia, uno sí se mantenía en impoluta lejanía de ese mundo delictivo. 

Los avances legislativos en cuanto a las víctimas, el acumulado de casos cada vez más cercanos que hace insostenible ese discurso, y también una posición ideológica distinta en los niveles gubernamentales, hicieron que esa narrativa ya no se repita, o cuando menos se haga con más sutileza. 

Lo que ha pasado a partir de ello es que ha disminuido (aún más) la (¿ilusoria?) sensación de control y con ello aumentó la incertidumbre. Esto nos ha colocado en el cada vez más creciente temor de ser el siguiente, y a veces ese temor se vuelve paralizante y, en algunos casos, enemigo mortal de la salud mental.

Las consecuencias de este cambio alcanzan también al actuar de la autoridad porque, para evitar el riesgo de que se les culpe de criminalizar, prefieren guardar silencio y no comunicar los avances en las investigaciones ni los factores que puedan rodear los homicidios y las desapariciones. 

El silencio llega a tal nivel que ni siquiera pensando en el bien social se opta por comunicar las medidas de precaución que se podrían tomar para evitar ser parte de las estadísticas.

Pocas, muy pocas veces, ese silencio se rompe, y cuando por fin sucede, la reacción social suele reprochar que estas medidas sean necesarias. 

Nos quedamos, pues, en el silencio, y con la duda de si éste se debe a la negligencia e indiferencia de quienes debieran procurar justicia, o como algunos sostienen, por la incapacidad de comunicar sin que se asuma que se criminaliza a la víctima. 

Es complicado que esto no suceda porque el imaginario social no distingue entre causas y justificaciones porque admitir que alguien es consumidor de drogas, o incluso vendedor de ellas, se equipara en el pensamiento social a andar “en el tocadero”, como si ello les dejara fuera de su irrenunciable derecho de recibir, de merecerlo, sólo el castigo que las instituciones y el Estado de Derecho han diseñado para tales conductas. 

Somos víctimas y verdugos de ese discurso porque la desesperación y la desesperanza en este reino de la impunidad hace popular la idea de “que los exterminen”, esperando con ello que sea verdad aquello de que “se matan entre ellos”. 

A ese discurso social se suma el discurso político simplista que pretende imaginar que estamos ante una guerra con un “extraño enemigo”, con alguien ajeno a nosotros y nuestras sociedades, y no frente a una enfermedad en la que las células que se asumen como “cancerosas” son producidas por nuestro cuerpo, nuestra propia sociedad, y están con frecuencia, más cerca de lo que nos imaginamos, y sin embargo, no por ello tendrían que ser objeto de aniquilación como se pretende. 

Ese discurso maniqueo y simplista tiene perdida la batalla –en sus propios términos- porque desconoce –y elige hacerlo- el terreno donde ésta se libra. Porque ignora, o prefiere ignorar, que cada persona que asume como enemigo tiene una red familiar y social que se verá dañada con cada acción que se tome contra él, ya sea por fuerzas del estado o fuerzas rivales. 

Lo mismo ocurrirá en una estructura social, donde además de los lazos afectivos, suelen estar en el juego tentáculos económicos y, a veces, hasta de estabilidad y seguridad, que hacen temer el menor impulso eléctrico que pueda alterarlos. 

En una realidad como tal, toda victoria será sólo parcial y temporal, por ello la apuesta tendría que ser necesariamente construir la paz, como manifestó Rosa Icela Rodríguez, secretaria de Seguridad. 

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