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jueves, 25 abril, 2024
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Colección privada. El gabinete de las maravillas, de Gustavo Íñiguez

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Por: ABRIL MEDINA • IVÁN SOTO CAMBA •

La Gualdra 565 / Poesía / Libros

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Iván Soto Camba:

Esta colección privada de Gustavo Íñiguez es una disección hecha con cierta crueldad, pero no crueldad maligna sino curiosa, como la de los niños tramperos. Como buen gabinete de maravillas expone lo encontrado (o, en este caso, capturado) sin preocupación por los efectos que cause en los visitantes. A veces, sus objetos despiertan asombro o proyectan una calma de hospital, pero otras veces despliegan tras el vidrio vergüenzas, dolores o miedos parásitos. Son ficciones confesionales relatadas en momentos con gran carga emotiva, pero en otros como si fueran pequeños tratados, en los que las dinámicas familiares son estudiadas como si se observaran aves.

No es casual, obviamente, que a esta colección la guíen cuadros pintados por autores que se llaman y se apellidan todos igual. Los Brueghel son padres, hermanos e hijos que creen pintar cuadros propios cuando todo lo que crean es en realidad una falsificación de la obra de sus hermanos, padres o hijos, una condición que domina la naturaleza humana, o al menos la familiar, con todos sus reinos interiores.

No siempre está claro cuándo la voz poética de estos textos es la del niño trampero y cuándo la del adulto de mala memoria. Lo que sí es seguro es que una especie de jaula divide al que mira de lo que observa. Los barrotes, visibles en cada página, cortan estrofas de forma antinatural, plantan la duda de si habrá quedado algo oculto detrás: así que quién sabe qué tanto de este gabinete es en verdad exposición y qué tanto ocultamiento. Porque el naturalismo tiene como base el registro conductual de la especie que estudia, pero la objetividad es difícil de alcanzar cuando el naturalista es a su vez objeto y sujeto de estudio, cazador y presa, ave y piedra. La poesía es también una trampa poco efectiva, dado que en cualquier momento el lector suele cerrar el libro, volver a lo que estaba haciendo como si nada hubiera pasado. De ahí que el poeta tenga que recurrir a todo tipo de artilugios, ilusiones, verdades a medias, moronas dispersadas de manera precisa para atraer centímetro a centímetro la presa al agujero de la última página.

La trampa, apenas visible al fondo del cuadro nevado, está compuesta no por una caja, sino por un tablón pesado. Debajo, casi borrados en la sombra que proyecta la madera, se mueven algunos cuervos, muy cerca de la ramita que sostiene su techo provisional. A pesar de lo pequeña que es en la escala del cuadro, no es difícil calcular que cuando caiga no atrapará cuervo vivo. A pesar de todo, la vista está ocupada con el resto de los elementos del cuadro: el río, la barca, las casas de techos blancos a dos aguas que bordean el río, los niños que cruzan el paisaje. Una mujer, la única sin patines, lleva de la mano a su hija, que es una niña pequeña, quizá de camino a la escuela. Si no fuera por el título de la obra (“paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros”) nadie encontraría la trampa que casi se pierde en una esquina de la imagen. Y precisamente ahí está el artificio. Las jaulas más interesantes son las que, como ésta, no permiten saber de qué lado de los barrotes se está.

 

Abril Medina:

Identificamos a la presa y teníamos que separarla del resto, atraerla. Con este verso, Gustavo Íñiguez inaugura la bitácora lírica de sus encuentros,  desprendimientos y cacerías dentro del ámbito doméstico, en un universo genealógico que podemos asimilar (como atina Cristian Peña) cercano a la experiencia del avistamiento paciente del ornitólogo, pero, en la misma medida, también al apetito salvaje de un tirador furtivo, tal vez impulsado por esa crueldad inherente que comparte cara con la curiosidad pueril y cuyo deseo, está muy por encima del entendimiento documentalista, “para nosotros, siempre ha sido fascinante ver cómo se desintegran las parvadas” declara, y este tono con el que canta a la individualidad del padre, a la madre que es epítome de elevación y abreviatura del derrumbe, a los elementos mitológicos de su cofradía de hermanos, a veces perros, a veces halcones mitad muérdago y alambre, profetiza el despliegue de las plumas únicas con las que ha de identificarse a cada uno sin inferir, por su singularidad, la ausencia de esenciales rasgos unificadores. Hay una dulzura adentro, en la jaula, y una distancia, ambas alimentan el astro diminuto de los corazones que funcionan en su nido, y abren al lector un panorama que rebasa el árbol, excede a las constelaciones sobre las que detalla, sin herir del todo a la privacidad, particulares padecimientos.

La elegancia es una de las fortalezas indiscutibles de esta colección privada, la sofisticación de la crudeza y viceversa, participan de lleno en cada gorjeo del bestiario que compone este gabinete íntimo y desolador, quienes conocen al autor podrán dar fe de su elocuencia mística, y quien conozca de lenguaje, podrá regodearse en la multiplicidad de guiños hacia la retórica de lo que entendemos como espiritual, impronunciable, su anuencia y su renuncia, su protesta y su aprobación.

Por último, recordando a los pájaros de Eliot que afirmaron: “ve ve ve el género humano no puede soportar demasiada realidad”, invito a la lectura del graznido hondo de este libro, donde el desierto avanza, y la nieve, y la casa que habitan las quimeras de lo familiar, nos dan un abrazo incómodo como todo lo que tiene carácter de verdadero.  Advirtamos que, atendiendo a la sentencia de Magritte: “por más bella que sea, la poesía, ha de ser cruel”.

 

* * *

Gustavo Íñiguez, Colección privada. El gabinete de las maravillas, Mantis Editores, 2020.

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_565

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