A inicios de los noventa el politólogo norteamericano Francis Fukuyama escribió un libro que tituló El fin de la historia y el último hombre, cuyo primer borrador fue publicado en 1989 en un artículo breve. En el texto básicamente se argumentaba que, dada la caída del comunismo, con los acontecimientos que dieron fin a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y el bloque comunista de Europa del Este, la democracia liberal, en fórmula con el capitalismo de mercado, al estilo angloamericano, había triunfado y se convertía en la única vía para el desarrollo de la humanidad. No hubo que esperar mucho para percatarse de que no había fin de la historia, como lo ha reconocido el propio autor en diversas ocasiones.
No podemos juzgar con dureza al autor si nos situamos en su contexto: el muro de Berlín había caído, la URSS también. China parecía no tener futuro frente a escenarios como el de la plaza de Tiananmen. Se atrevió a escribir entonces que: “Lo que podríamos estar presenciando no es simplemente el fin de la Guerra Fría o la desaparición de un determinado período de la historia de la postguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”. Sin embargo, acontecimientos como los del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos, y las posteriores guerras de Afganistán e Irak, así como el empoderamiento de Vladimir Putin en Rusia, dieron cuenta, pronto, de que la democracia liberal no sería una aspiración universal única que pudiera implantarse como única opción frente al comunismo sin contratiempos ni alternativas. Entre más pasan los años, más equivocada parece aquella declaración y títulos. Las democracias occidentales, entendidas en clave liberal o constitucional, han tenido serios conflictos frente a un fenómeno inesperado pero comprensible y visible: los populismos de izquierda y derecha (para algunos autores esta diferenciación carece de sentido, pues el populismo no obedece a líneas ideológicas claras). Tanto en Europa como en América regímenes que fueron estudios de caso en la tercera ola de la democratización, hoy se encuentran en categorías que ya no les permiten contarse como democracias liberales plenas. Inclusive el surgimiento del Tea Party y el fenómeno Donald Trump, en los Estados Unidos, ha provocado que aquél supuesto vencedor de esa etapa de la historia, presencie en su sistema mismo, como el modelo se fractura y navega en la incertidumbre. Es cierto: la democracia liberal-constitucional se encuentra en serios aprietos; pero no así el mercado y el capitalismo, que parecen ser suficientemente capaces de adaptarse a cualquier modelo político.
Cabe esta reflexión para recordar cómo no hay fin de la historia y cómo hace apenas un par de décadas todo parecía caminar en un sentido distinto al que ahora vivimos. La historia sigue pasando, sigue siendo. Tener esta conciencia es obligatorio en momentos complejos. La democracia, sea cual sea su adjetivo, la historia, y la sociedad misma, nos ha demostrado una y otra vez que no hay vencidos ni victorias permanentes.
@CarlosETorres_