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miércoles, 24 abril, 2024
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Ratzinger, amigo de la verdad y del Quijote

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Por: Mauro González Luna •

S.S. Benedicto XVI ha muerto. Fue Joseph Ratzinger una lumbrera de cultura universal, un intelectual de altos vuelos, doctor en teología, maestro en varias universidades, entre ellas, de la muy prestigiada y antigua Tubinga, en cuyos claustros pasearon: Hegel, Kepler, Hölderlin, Schelling. Amigo de grandes teólogos, tal vez de los mejores del siglo XX, Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, junto con los cuales fundó la famosa revista académica «Communio» en 1972. Autor de un sinnúmero de libros y ensayos. Su gran maestro, Romano Guardini, un titán de la teología.

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Políglota, pianista admirador de Mozart, pues de niño vivió en una población alemana muy cercana a Salzburgo, la tierra del niño prodigio, del compositor genial.

Polemizó brillantemente con el filósofo Habermas en 2004 sobre los fundamentos prepolíticos del Estado Liberal, sobre la Razón y la Fe. En tal ocasión Habermas dijo: «a la filosofía no le faltan motivos para adoptar ante las tradiciones religiosas una actitud dispuesta al aprendizaje».

Fue Papa y Papa Emérito. Un hombre y un pensamiento puestos siempre al servicio de la verdad; por ello fue y es atacado, y por ello fue grande entre los grandes en un tiempo en que la verdad es despreciada, suplantada por «aparentes certezas contra la fe» que pronto se derrumban, por ideologías de género que desconocen la biológica polaridad sexual de varón y mujer, por mentiras cotidianas de tantos, incluyendo jueces supremos, políticos y sabiondos con micrófono y harta línea. Sodoma y su iniquidad se hicieron cenizas, y así se harán sus herederos y secuaces del presente.

Fue sabio, sencillo, humilde, valiente. Fue una especie de caballero andante, «mantenedor de la verdad», a riesgo de todo, de la popularidad, del prestigio, de la vida misma. Como todo hombre, tuvo virtudes y sombras, como Papa, tuvo la grandeza de prestar a Cristo sus labios para ser su voz infalible y cristalina en materia de fe.

Leí hace tiempo en uno de los libros de Arnold Toynbee, genial historiador inglés, una frase desconcertante y reveladora a la vez: «al hombre de bien lo detesta el mundo». A Cristo mismo, el Verbo hecho carne, ese mundo lo torturó y mató. Pero ese Cristo es Dios, y resucitó al tercer día. Y así resucitarán para la gloria aquéllos cuyos nombres estén escritos en los cielos, en el Libro de la Vida.

En su obra «Teoría de los principios teológicos», Ratzinger, en edición de Herder de 1985, citada por Mar Velasco y otros autores, recurre al Quijote para explicar la raíz del problema posconciliar del Vaticano II. Tras el Quijote se oculta la «verdad sin afeites», escribe Ratzinger.

El libro del Quijote es para el teólogo: «la expresión poética que tal vez más perfecta y acabadamente reflejó el drama de la despedida de la Edad Media y la irrupción de la Edad Moderna».

Escribe el entonces futuro Papa: «El alegre auto de fe que el cura y el barbero llevan a cabo, en el capítulo 6, con los libros del pobre hidalgo tiene un aire absolutamente real: se echa afuera el mundo medieval y se tapia la puerta de entrada: pertenece ya irremisiblemente al pasado. En la figura de Don Quijote, una nueva era se burla de la anterior. El caballero se ha vuelto loco. Despertando de los sueños de antaño, una nueva generación se enfrenta con la verdad desnuda y sin afeites. En la alegre burla de los primeros capítulos hay algo de eclosión, de la seguridad de sí de una nueva época que olvida los sueños, que ha descubierto la realidad y está orgullosa de ello».

Y después, razona Ratzinger, el Manco de Lepanto, «más versado en desdichas que en versos», advierte que su Quijote «tiene un alma noble, entregada a la defensa de la verdad, la justicia y los más débiles; que las locuras insensatas se han convertido en amable espectáculo en el que se hace perceptible un corazón puro».

En suma, dice Ratzinger: «descubre Cervantes la sencillez, y aunque había quemado los puentes con el pasado, sentía melancolía por lo perdido». Algo parecido pasó tras el Concilio Vaticano II.

Dijo en 1975 al respecto: «fue bueno y necesario que el Concilio rompiera con las falsas formas terrenas de autoglorificación de la Iglesia, que liberara a la Iglesia de la obsesión de defender todo su pasado». Y a la vez matizó sabiamente: «quien al rememorar la Edad Media sólo recuerde la Inquisición debe preguntarse seriamente dónde se posó su mirada, ya que ¿podrían haber surgido aquellas catedrales, aquellos cuadros, aquellas imágenes de lo eterno plenas de luz y de tranquila dignidad si la fe de los hombres se hubiera reducido a ser tormento?».

El Concilio señaló Ratzinger, «ha podado ramas y ha querido llegar hasta el sencillo núcleo de la fe; el Concilio, ha abierto sendas que conducen verdaderamente al centro del Cristianismo», pero como en el caso de Cervantes y su Quijote, «lentamente hemos advertido que tras las puertas cerradas existen cosas que no deben perderse si no queremos perder nuestras almas».

En conclusión, apeló a la síntesis: no se puede borrar todo el pasado a través de un vano optimismo que altivo enarbola el tiempo presente. Al igual que Cervantes, pienso que Ratzinger descubrió la Fe sencilla de la Edad Media, los frutos de su grandeza, y posiblemente, sintió «melancolía por lo perdido». Tal vez del futuro nos venga un nuevo y aleccionador concilio vaticano que arroje luz sobre la necesaria síntesis de pasado, presente y futuro: un estrepitoso nuevo alumbramiento.

Descanse en paz este gran hombre, este varón sabio, bondadoso, brillante y humilde que pasó sus últimos años en silencio, en oración por el mundo; descanse en paz este campeón de Dios, de la Fe y la verdad. Por esa verdad alcanzó ya la libertad.

Escrito en las primeras horas de 2023. Felicidades a todos mis amables lectores de La Jornada Zacatecas. Dedico este texto con infinito afecto y admiración grande a la memoria de mi queridísima y linda madre, Eloísa Mendoza Fernández, mujer virtuosa, patriota, declamadora sin par, de alma hermosa, de temple extraordinario, admiradora de S.S. Benedicto XVI.

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