Altair
Por: Fernando Yacamán
—Sueño con una alimaña que me observa desde otro mundo, tiene senos, garras y un pico en forma de aguja.
Altair, eso me contaste la noche que nos conocimos en el Salón Madrid, y nos habíamos acabado medía botella de mezcal. Deslicé mi mano por la cicatriz que tienes en el cráneo, quise saber cómo te habías herido, señalaste la patineta que dejaste recargada en la rocola, me besaste cuando sonó una canción de Jorge Negrete. Afuera la lluvia ensombreció el antiguo edificio de la inquisición, donde en otro tiempo hubiéramos sido condenados a muerte, pero en ese momento me entregué a la noche que ardió en tus labios.
—En mis sueños, los senos de la alimaña se desbordan en mi cabeza, entierra sus garras en mis sienes, atraviesa mi frente con su pico de aguja.
Altair, eso me confesaste en la madrugada, y me pusiste los audífonos que estaban conectados a tu celular. Escuché sonidos electrónicos mezclados con los gritos de una mujer que desembocaban en cantos de otra época. En la pantalla quebrada apenas pude leer: “Mirrota” de Santa Sabina. Me quité los audífonos. Mencionaste que esa canción ensanchaba a la alimaña de tus sueños, que quisieras mirar de cerca sus ojos para descubrir el mundo que ocultan. Sonreíste de una manera extraña que no olvidaré y de un trago te acabaste la botella de mezcal. Afuera la lluvia se desbordaba del techo del antiguo edificio de la inquisición, donde en otro tiempo ellos fueron las alimañas que acabaron con hombres como nosotros.
—¿Qué haría la alimaña si me acuesto contigo?
No lo sabré, porque ya no despertaste.
Fausto
Por: Iván Vergara
Él es Fausto y aquí ya no llegó.
Había vuelto por donde perdió el calzado. No hacía mucho le habían nacido tomates en la panza nomás de pura nostalgia, así que antes del nado hacia la noche se decidió volver. Decía que ya no aguantaba la calor, que le daba igual, que para qué. Ahí en la esquina, justo donde la tiendita de la roca, bajó por las escaleras, bordeando la barda que aún palpitaba por el plomo. ¡Aguántensen, a lo macho! Ni le entendí, acá no hay manera de escuchar a los que se bajan, nomás el polvo les recibe sin desprecio, para mí que nos mentaba las desgracias de nuestras mamacitas. Yo me traje el recargable y el aguardiente, nomás le di unos sorbitos porque ya estábamos por llegar, pa no hacer como él y echarme a la desidia de los pasos descalzos que ni huella dejan.
Acá nomás nos acordamos de sus ojos cenizos cuando entró en la sombra, aquí, como le dije seño, no hay manera de verles clarito si ya decidieron volverse porque les dio la chingada gana, como burros dueños de sí; al buen Fa ni sé porqué le dio por detenerse poquito, así sin quererlo, dándonos la espalda, tambaleó hacia los ladrillos de aquella casa, la que no tiene ni ventanas, ni puerta, ni techo, se lo juro seño, la pinchi casa le tragó como los amaneceres que ya no quieren volver. Se hundió lentito con las manos en los bolsillos, chance buscaba estos tiliches que le muestro, igual me pensó calladamente y supo que yo lo tenía todo, pa mí que me está pensando ahorita y por eso se me ha hinchado la pierna, y ni con fuego, ni con aguardiente. Ya se puede ir yendo seño, nomás les digo que no sé, pero me consta que nunca volvió.
Teddy Lowell
Por: Marco Antonio Campos
Gracias, Doris, por enseñarme estos recuerdos de tu padre –dijo el ex jugador de futbol México-americano Johny Jiménez a la hija de su amigo Teddy Lowell-. Fue muy acertado que se preservaran la camisa del uniforme, la gorra del club, la manopla y la pelota del gran día cuando pitchó a sus 25 años un sin hit ni carrera. Aun las manchas en la camisa y la gorra, la manopla y la pelota gastadas y sucias las vuelven objetos más melancólicamente emblemáticos. Qué noche aquella para Teddy. De todas partes le llegaron mensajes de felicitación. “Te sentirás ahora el real entre los Reales”, le bromeé entonces.
¿Me dices que oíste muy niña que tu padre comentó que fui en Kansas su mejor amigo de infancia? Yo lo consideraba también así. Desde niños teníamos la pasión de los deportes, él, por el beisbol, yo también, pero me decidí por el futbol americano. Aún me da risa cómo pronunciaba mi apellido: Shimenez o Yiménez. Nunca pudo decir Jiménez.
Entre los veinte y los veinticinco Teddy había ascendido cada año sus porcentajes: en ganados y perdidos, en carreras limpias, en ponches, en eso que llaman whip… Todos creíamos que sería pitcher de época, pero el siguiente año, a principios de temporada, le vino una lesión en el hombro, lo operaron mal y prácticamente ya no lanzó esos meses. Peor: se resintió de la lesión. La siguiente temporada tuvo 7-14 en ganados y perdidos y al año siguiente 8-9. No estoy del todo seguro, pero le regalaron su carta de transferencia. ¿Fue así, me dices? La directiva no quiso portarse mal con él. Cambió de franela pero los años siguientes fueron igualmente grises en equipos de las Mayores y Menores. Literalmente el último club lo despidió. Teddy me decía que la mala suerte y el fracaso eran sus únicos acompañantes. Tú eras muy niña. Fue cuando tu padre se hundió en la droga, en el alcohol y en infidelidades con mujeres tan disminuidas y dañadas como él. Anne, tu madre, se fue hundiendo, no con él, sino por él. Cuando cumplió 35 años, con la carga de la depresión, que le daba más hondamente su conciencia de frustración y derrota, Teddy subió a un puente de la ciudad y se tiró a la avenida. Me conmueve que dejara una carta final para que en su lápida sólo se pusiera:
Teddy Lowell
K.C.
El nombre de su ciudad y del equipo en que brilló. No sé por qué en la carta pidió que no pusieran los años de su nacimiento y de su muerte. Tu madre le sobrevivió dos años. Sí, sé que desde entonces has vivido con la familia de tu madre.
Por el tiempo de la muerte de tu madre me llegó un contrato para jugar en Japón, pero la edad para el futbol americano ya me había alcanzado y lo único que me crecieron fueron las lesiones. Hacía mucho que me había quedado a la mitad del camino.
Ahora te veo quince años después y me dices que estás a punto de terminar tu carrera y me da a la vez un gran gusto y una nostalgia triste. Como psicóloga ya habrás entendido mejor esta historia sin resplandor.
Johny Jiménez tocó cada uno de los objetos del amigo como si quisiera mandar un mensaje más de amistad que de conmiseración.
“En el mundo, Doris, todo se escribe con la palabra fue”.
Toto
Por: Virgilio Cara
Recuerda que esta imagen que ahora vemos
no fue del todo así, que la belleza
poco tiene que ver con la verdad,
que lo real es sólo una apariencia;
recuerda que es efímera la vida
que, al final, del pasado apenas queda
un residuo invisible en la memoria,
el símbolo y el texto de un emblema:
aquí fue fiel y no sólo consigo
sino también con quienes compartiera
el cotidiano pan, el agua tibia
y el gesto blando de la mano abierta;
aquí vivió —dirán— y aquí sus cosas
serán como metáforas pequeñas
de lo que amó una vez, mas como sombras
se perderán después entre la niebla.
Vinotinta
Por: Eduardo Casar
No quiero inventar aquí la involución de una tinta, no quisiera devolverla a la transparencia absoluta de la que estoy saliendo. Si algo me da la oportunidad de ver lo que fui yo, no quiero detenerlo con las manos que no tengo y tengo que detenerlo con la telaraña de las palabras…ahí está la hoja donde escribí, con movimientos que aprendí cuando empezaba, lo que estaba sintiendo y agrupando para poder, al fin, resolverlo. Se ve que lo taché, esa tinta, ese trazo salían juntos de mi pulso y de mi pasado y de mi memoria y de esa imaginación que ya tenía y ya no tengo o no retengo.
Mi mano era la desembocadura que hacía flexible y que hacía salir hacia afuera lo que yo quería, primero a mano, por los caminos del sur de mi brazo derecho…y ahí está lo que escribí, siempre pensando en alguien. Y lo taché no porque no estuviera de acuerdo conmigo mismo, sino porque ya lo había “pasado a máquina”; ahí era donde lo continuo de las cuerdas arteriales se volvía percusiones: digitar con cada dedo cada letra. Era mi máquina piano para tocar las notas de cada letra, tac tac tac rompiendo el silencio de afuera. Daba gusto hacer ruido y ponerle ritmo a la intemperie. La planta crecía por su cuenta: nunca he regado a las plantas; siempre me he regado yo.
¿Y el gato? Una secuencia de pelo y de resortes, de atención y de impulsos, una forma de desplazarse y descansar, una manera cuadrúpeda y larga de seguir siendo un secreto que antes pudo embriagarse de palabras y de deslizamientos.
Me llamo Vinotinta y quiero mucho que se me note todo.