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jueves, 27 junio, 2024
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Nacho Trejo

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

Lo iba a corregir: Ignacio Trejo Fuentes, pero luego dije para qué. Los que tuvimos oportunidad de nadar contigo en esta pecera te decíamos Nacho, Nacho Trejo, por favor, como el James Bond. Supongo que muchos de tus “cuates” se enteraron de tu partida tan desdichada, a mí me la explicó José Luis: ¿es una partida, Nacho?, ¿de plano ya te vas de este panorama?, y seguramente el que menos se enteró fue aquel otro Fuentes, el famoso, ¿te acuerdas de las bromas y las risas?, siempre aseguraste que eran familia.

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Nacho: parecías todo menos hombre educado y de letras. De lejos dabas la finta como de abogado, o de burócrata, o de cura arrepentido de rezarle tanto a un dios que no aparece. De cerca tampoco parecías hombre educado y de letras. Tanto que sabías acerca de la literatura mexicana del siglo XX y lo que va del XXI y preferías platicar de cosas más amenas y, sobre todo, preferías reír, una vez más: reír de todos y con todos en aquellas paradisíacas noches y madrugadas en la cantina El Palacio: a la de ya, ese lugar, con todo y sus mesas y sus sillas y esa para mí luminosa barra se tiene que convertir en una especie de museo, no me gusta la palabra, en un sitio, una geografía a donde se pueda acceder de vez en cuando para reverenciar a los grandes hombres y mujeres de la literatura nacional. Tú empujas a lo Tiro Loco McGraw las puertas de persianas, te asomas con el mejor estilo del viejo oeste, ¡quiuboles, pues quiuboles!, y todos los viernes por la noche había una mesa que te recibía para guarecerte del infeliz naufragio de una ciudad que ya empezaba a olvidarse de sí misma. Ahí don Pepe de la Colina. Ahí Angélica Aguilera. Ahí Dionicio Morales. Una que otra vez el tremendo y buenísima onda poeta José Francisco Conde Ortega. Para mí era todo un suceso de primera nota abrir las puertas y admirarte en una de las mesas lo mismo que quien conduce una nave espacial rumbo a Júpiter.  

Habían Reinas y Reyes: dos o tres mesas adheridas con el fervor y el calorcito de la amistad. Puros conocidos y cada quien con su cada cual en los chismecitos culturales, que no dejan de resultar bien entretenidos. Si la hiciste de Paty Chapoy fue porque tú, Nacho, tenías el control y la precisión de la palabra justa y ecuánime. 

Otros decían pestes o desaciertos de ese libro de cuentos, de esa novela o de ese poemario, pero tú no caías en tales excesos: hay que aclarar que tus observaciones literarias, tu empuje para defender la crítica cuando solo uno que otro ratón de biblioteca hacía crítica literaria, se esgrimía desde el respeto por quien práctica el angustiante arte de la escritura. 

Esa fue una lección que ahora dejas, Nacho: sin importar si se trata de un libro mayor o menor, ¿quién demonios puede asegurarlo?, lo que realmente adquiere significado es la dignidad del autor por esmerarse en sus propuestas y en cada una de sus palabras, esa extraña forma que tú, Nacho, conocías de sobra, para subirse al ring una y otra vez con la única finalidad de que sus palabras navegaran hasta los otros, los de enfrente, ahí donde realmente estaban las aguas y la pecera en las que tú te movías. 

Te voy a confesar, Nacho: me lancé tras de la pesca de algunos datos de esos serios que pudiesen redondear tu presencia y tus soleados paseos por esto que te escribo. Pero no pude, amigo querido: en cuanto me solté a llorar supe que no iba, no quería meter ese tipo de datos: los libros que publicaste, tu formación académica, la dicha de los que sí tuvieron el honor de tomar una clase-diversión contigo, Nacho, el gran promotor cultural con que intentaste abrir caminos y sembrar literatura en esos inasequibles páramos donde el acto de escribir se vuelve, también, un honroso acto de vida. Es otra de tus lecciones, Nacho.

Tuvimos noches en tu Nachocueva de Santa María la Ribera donde perdimos la brújula tras tantos desastres y no caía sobre nosotros sino la poesía para animarnos a continuar con las sonrisas, pero también con la vida misma. Tengo una muy buena escena, Nacho: hundido en la tristeza y la desesperanza de los poemas de la madrugada inmediata, yo despertaba a tientas en ese sillón amplio que tenías tan cerquita de tu enorme librero. Claro, tenía a la mano un puntual despertador: el grisáceo humo de tu primer Raleigh del día en marejadas sobre mí, me advertías, con claras señales de humo, que era la hora de seguir con la magia, Nacho: esos tres o cuatro días de fiesta en tu casa. 

Si te acuerdas, Nacho, en esas noches nos hicieron falta muchas cosas, el amor de una mujer era lo principal, pero menos las risas, tus sorpresivas carcajadas donde sacudías todo tu flaquísimo cuerpo, ¿qué tal cuando te dije que eras el Agustín Lara de la literatura?, tus intelectuales bromas literarias: “Es el autor ese, Óscar, el autor. Pero ¿cuál, Nacho?, ¿el de Juventud en…? Ese, ese: ¡el Abominable Hombre de las Letras! 

Nada nos faltó en esas noches en que sugerías que alguien leyera algo de tu siempre admirado Rubén Bonifaz Nuño. Miento: nos faltó y muchísimo, Nacho, el consuelo, dos o tres pizcas de amor y un pañuelo resistente a las lágrimas de las dos o tres o cuatro de la madrugada. 

Noches de fiesta que asegura Shakespeare en sus noches y sus veranos, risas, palabras y alegría, pero también noches de angustia, de tristeza y de abandono: me acuerdo que señalaste que Los Hombres del Alba ya era un título del Cocodrilo Mayor Efraín Huerta, pero que a falta de un auxilio real tendría que funcionar también como un apodo para unos cuantos desconocidos. 

Tanta y tanta literatura en unas horas, en unas madrugadas, en una noche. ¿Te acuerdas, Nacho, cuando te hice enojar porque le marqué por teléfono, casi dos de la mañana, a tu también admirado José Emilio Pacheco y alcancé a escuchar del otro lado de la línea la voz preocupada de Cristina y colgué inmediatamente, y tu preocupación: qué tal que tienen contestador de llamadas donde se queda grabado el número telefónico; lo mismo cuando le hablé por teléfono a tu casera y rugiste porque tal vez al día siguiente iban a estar tus libros, más libros y más libros en la calle. 

¿Te acuerdas, Nacho, la ocasión en que el actor Gerardo Taracena llegó a la Nachocueva luego de aterrizar y pedir un taxi con la dirección?, te reíste mucho cuando lo vimos llegar con unas maletas y luego de un rato solicitaste que fuese él, Gerardo Taracena, el que diera inicio a la lectura de los poemas de Bonifaz Nuño: “¡él sí sabe leer!”, y otra vez nos reímos todos. 

Corrí a comprarme un agua mineral luego de que me enteré de tu partida y mientras llegaba, apenas calle y media, no hice sino llorar a tambor batiente porque sabía que te ibas tú, querido amigo, pero también se iban tantas y tantas historias que en algún momento fueron curitas y merthiolate para permanecer con una sonrisa en los labios… sí, Nacho, a pesar de todo. 

Tal vez debo escribirle en estos momentos al gran editor David Magaña y agradecerle que me llevara por tus caminos, que me explicara lo importante que es tu propuesta literaria y que, claro, me dejase de tarea estar en la mesa de ventas de tu novela “Hace un mes que no baila el muñeco” (Benemérita Universidad Autónoma de Puebla/Editorial Daga, aquí el Jefe de Jefes era David Magaña/ Dirección General de Fomento Editorial, 1999) en aquel buen agasajo cuyo recuerdo: verte bailar y reír tarareando “Hace un mes que no baila el muñeco” nadie conseguirá arrancarme, bueno, quién sabe, igual y en una de esas llego a tu lado, decimos salud y resulta que el Muñecón ya creció, es más: ya pasó a mejor vida, gracias por tanto, querido Nacho, ahora sí llégale al descanso eterno. 

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