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domingo, 6 octubre, 2024
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Sobre Poemas testigos, de Manuel Luna

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Por: FRANCESCA GARGALLO CELENTANI* •

La Gualdra 568 / Poesía / Libros

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Fronteramente es, por decir poco, un adverbio improbable. Sin embargo describe al poeta que no abandona la prosa y jamás se resigna a ella. Sin aceptar nunca la domesticación de la propia sensibilidad mediante la imposición de la violencia y la muerte, las letras que se alimentan de la condición limítrofe construyen una expresión de resistencia, nostalgia y propuesta. Manuel Luna es el que migró y lleva la tierra dejada a cuesta, con su historia de guerra civil y de frustración por la revolución no lograda. Así, fronteramente, se hace poeta engarzando versos de escasas metáforas, directos como cuadros de luz que se empañan de sangre con un disparo repentino.

La poesía centroamericana, y en especial la salvadoreña, ha vivido dos siglos de tensión entre la exaltación sentimental en palabras rebuscadas, tan modernistas como barrocas, y las imágenes comprometidas con las luchas sociales y la descripción de las condiciones que conducen a la rebelión. Los nombres de los poetas que revelan los pálpitos de su indignación en su escritura recorren los versos de Manuel Luna, quien no deja lugar a dudas acerca de sus referentes. Escribe para dejar un testimonio del paso de una generación de prófugos de la prisa neoliberal.

En mis propios recuerdos, Manuel vive en la frontera entre el joven refugiado que conocí en 1983 en las oficinas de El Búho, el suplemento dominical que René Avilés dirigía en el periódico Excélsior, el hombre con quien treinta años más tarde me reconocí en la estación del metro Pino Suárez corriendo uno en dirección contraria al otro, entre miles de personas, y el amigo de rizos salpicados de sal que me pasea por su nueva Tijuana, que en la frontera con Estados Unidos se mantiene atada a un cordón umbilical latino. Ahí hemos tomado sabrosos cafés que provocan retortijones de dolor por los jardines de arena de los restaurantes que descansan con sus sillitas de hierro a dos metros de los caminos donde migrantes de todo tipo intentan superar la visión infrarroja de los helicópteros de la migra, los altos muros de horribles palos férreos que del desierto se adentran en el mar, las patrullas, el calor bajo el sol, el hielo de la noche. Su Tijuana de hoy, como su San Salvador de hace 35 años, es pulsión de imagen, escenario de emociones. Si escurría la sangre en la San Salvador a la que pertenecía su vida hasta la mañana en que tuvo que partir sin muchos adioses, las dos Californias de su veinte años más recientes son recuentos de creaciones y bravatas múltiples entre el desierto y el mar, los muros, las obras de pintoras y pintores que desafían el odio de los capitalistas a los pobres y a los diversos, su propia vida de maestro de literatura, editor de poetas itinerantes, hito.

Durante 35 años he leído los poemas de Manuel Luna y siempre me ha sorprendido en ellos la evocación de los colores, las emociones, la geografía y las voces de un tiempo que no por pasado ha dejado de estar vivo en la reiteración del haber participado de ese preciso abrazo que se dio y del otro, el que fue imposible. Manuel puede ser sintético con la historia: “Ha vivido de guerra este país/ Que ha forjado/ Un escapulario de acero…”, así como formularse preguntas que de tan personales se vuelven ajenas: “Cómo fue que encontraste ese pasado/ en los rostros que dejaste, y/ en los rostros, que ya no estaban”.

No hay respuesta, por supuesto, para sus preguntas. Cada consulta se revela un alegato en favor de quien es cobarde y escribe porque le urge aseverar auténticamente que el tempo fue fatídico. Los poemas de Manuel Luna suenan entrecortados por momentos, como si la suspensión del aliento en la lectura representara una expresión de respeto por los hechos. Comparte un ritual de sofoco y asombro con otros poetas, seguramente con los poetas guerrilleros de la Centroamérica histórica, y también con las voces de la mendicidad, con los sonidos del trabajo y con los rumores de que el amor existe en Yab tun tun. Sus letras son diminutas criaturas que temen la negligencia de toda memoriosa divinidad: denuncian a los carniceros que intentan esconder las armas que compraron con crueldad. Son invictas cruzadoras de puentes que no cantan al infinito, sino a la concreta vida que se abre paso en las deposiciones de quien la vida la ha compartido hasta confundirse con la de otras personas. Manuel plasma versos como personitas que cargan con calendarios que no caducan y que saben que ninguna guerra termina en una victoria.

Este libro de Manuel Luna, además, está a caballo entre la antología y un nuevo poemario. Un largo fluir de reflexiones en imágenes contundentes, de emociones que mantienen la historia personal y colectiva para certificar que son capaces de reproducirse creativamente. El acento ha perdido la entrecortada fonética de las erres y des comidas, de los diptongos encabalgados y las eses aspiradas, pero no la memoria de los siete cuerpos dejados en el suelo. Manuel despeja cualquier duda acerca de ello: “Yo escapé/ Y continúo en este tren/ Que va de frontera en frontera/ Que va de la noche a la madrugada”.

Los límites y contornos de la última mañana en la ciudad que devoraba la vida propia y de las personas amadas se convirtieron en costumbre de mantener los sentimientos y promesas en el linde de la existencia del hombre prófugo y del amor, del padre y de la hija, del hijo y de la madre que recibió el balazo en su lugar. Fronteramente, sí de esa extraña manera adverbial, los Poemas Testigos de Luna responden a los imposibles retornos, al destierro, los afectos que se recomponen. Sinceran el trasiego, el estar vagando, la compasión y el mundo de la memoria y la afirmación: “Había pensado que viajar/ También es detenerse a mirar el recorrido/ Ahí vienes tú, ahí vienen ellos, ahí vamos todos”.

 

* Mendoza, Argentina, 7 de octubre de 2017.

[Nódulo Ediciones, 2018, Tijuana, B. C., México].

 

 

Noviembre 1989, San Salvador

[Por Manuel Luna]

 

Los pájaros nunca memorizaron la historia del hombre.

El camino a casa se hizo largo,

su distancia constante toca nuestra espalda.

La suma de hechos e imágenes son violentos

se enladrillan entre calles de allá.

En presencia nuestra

vamos caminando entre derrumbes

entre bombardeos de hoy

veo cerrar una puerta y entrar la espalda de un hombre,

un petate, apenas una luz de candil

un pan duro como la esperanza

un reloj detenido a la hora del fuego

como declararse a favor de la ternura

cuando ya basta tanta muerte en nuestros pueblos

y ustedes tantos asesinos.

Porque los ojos porque su llanto

rebasó el tiempo que pedía el discurso político.

Es cobarde esperar aquí escribiendo

−yo lo sé– me lo han dicho.

Los pájaros no pueden intentar volar con el sueño del hombre porque

los hombres robaron el sueño a los pájaros que exasperan sus alas

por llegar a ese monte extraviado.

 

1989, México, D. F.

 

 

Sobre el autor:

Manuel Luna, salvadoreño, escribe poesía, realizó estudios de literatura por la Universidad Nacional de El Salvador, imparte talleres literarios para niños y jóvenes, y se dedica a la docencia. Recibió en la ciudad de Los Angeles, Ca., la beca del California Arts Council y The National Edowment for The Arts, como artista en residencia por su programa “Taller de escritura literaria artística en español” en la rama de literatura. Hizo periodismo en los años ochenta cuando sucedía la guerra civil de El Salvador para la agencia de prensa salvadoreña, del Frente Farabundo Martí: Salpress-Notisal, en México DF. Entre sus poemarios se encuentran: Algo personal, Figuras, Equinoccio, Entre Fronteras, Poemas fechados en Tijuana y los títulos de poesía para niños: Poemas del zoo, Para leer en recreo, Niños en la ciudad y Matilda. Reside en la ciudad de Tijuana trabajando para diferentes centros culturales como el Centro Cultural Tijuana (CECUT), el Instituto Municipal de Arte y Cultura (IMAC) entre otras instituciones educativas de la comunidad.

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/lagualdra568

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