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jueves, 28 marzo, 2024
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López Obrador, presidente electo

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Por: LUCÍA MEDINA SUÁREZ DEL REAL •

La escena que vimos el pasado miércoles 8 de agosto cuando Andrés Manuel López Obrador recibió su constancia como presidente electo se veía imposible para algunos desde hace 12 años, para otros hace 30 años.
Luego del fraude electoral de 1988 algunos pensaron que no había posibilidad alguna de que el arribo de la izquierda al poder se diera por la vía electoral.
En ese contexto, durante años algunos reprocharon a Cuauhtémoc Cárdenas no haber propiciado un movimiento armado en respuesta a la imposición de Carlos Salinas de Gortari porque supuestamente, al optar por la paz, se habría perdido una oportunidad histórica de cambiar de rumbo.
La elección del convulso 1994 parecía confirmar esos pronósticos pesimistas.
Para el año 2000 la izquierda había hecho avances significativos en la capital del país y en varias partes del país, pero el “cambio” –si es que lo era- venía por la derecha.
Para entonces quedaba el ingenuo consuelo de que si bien no habría modificaciones al rumbo económico del país, al menos podríamos tener un país democrático con posibilidades reales de alternancia.
Nada más falso, pues si bien hubo cosas positivas, para el año 2005, con los videos escándalos operados desde el poder y el intento de desafuero que buscó sacar de la contienda a López Obrador quedó claro que la democracia estaba muy lejos de ser una realidad para México. La elección de 2006 lo confirmó.
Se pensó entonces que el liderazgo más destacado en la izquierda de aquel entonces no sobreviviría a la derrota del 2006 y a los estragos del plantón en la Avenida Reforma con el que se le dio cauce a la indignación por lo que muchos consideramos un fraude electoral.
Sin embargo derrotarlo en 2012 requirió que Enrique Peña Nieto superara en 11 veces el tope de gastos de campaña permitido, además de la operación Monex y los monederos electrónicos de Soriana.
“Haiga sido como haiga sido” dirían los clásicos, una vez más llegó la derrota y esta vez, al menos en apariencia, también la soledad, pues los partidos políticos que hasta entonces habían cobijado a Andrés Manuel López Obrador firmaron el Pacto por México y se aprestaron a ser una oposición francamente cómoda.
Para esos años crear un partido político y hacerlo competitivo en tan solo un sexenio parecía una misión imposible incluso para muchos de los que trabajan en ella. Otra vez el derrotismo en la izquierda predominaba pero no había temor de jugar a lo perdido.
Pero en 2018 eso que durante años pareció imposible, se hizo realidad. La llegada a la presidencia de un hombre de una izquierda muy moderada en términos generales, pero muy radical para lo que nos habían acostumbrado en los últimos 36 años.
En sus más importantes discursos, el de cierre de campaña, el del triunfo el día de la elección y el emitido una vez declarado presidente electo, López Obrador ha recordado a todos los luchadores sociales que lo antecedieron en ese lado de la historia, y ha asumido su victoria como el producto del esfuerzo de todos ellos, muchos de los cuales ya fallecieron.
Pese a estas reivindicaciones, su plan de gobierno, los nombres de los cercanos y las acciones más inmediatas contrastan con frecuencia con lo que se cree que habrían hecho muchos de sus predecesores y compañeros de batallas y sus críticos han querido leer en todo esto una traición a su electorado.
No obstante, la mayoría parece entender como lógico que el López Obrador que llegó a la presidencia en 2018 sea muy diferente al que lo intentó en 2006.
A la urgencia por modificar la política económica que ya teníamos hace doce años, hoy sumamos la emergencia en seguridad, pues 200 mil muertos y 25 mil desaparecidos después, este país necesitas sacar de su lenguaje cotidiano palabras como “guerra” y “ejecuciones”, por “seguridad” y “pacificación”.
Las promesas de bajar los precios combustibles que proliferaban en 2012 hoy sólo alcanzan para prometer no encarecerlos más, y se apela a la paciencia porque debido a la Reforma Energética que dejó en manos del mercado el establecimiento del precio, ya no es posible que el presidente pueda incidir en ellos más que fortaleciendo al sector público en la competencia.
Las distancias con aliados y adversarios se han modificado también. El zapatismo que le dio el beneficio de la duda a Vicente Fox, hoy se lo niega a López Obrador; mientras que en su crisis de credibilidad y financiera el otrora duopolio televisivo abre espacios a periodistas y contenidos que en otro momento hubieran vetado.
El cambio de realidad obliga pues a otras estrategias, a incorporar otros perfiles, y a tener gentilezas políticas que quizá el propio López Obrador hubiera considerado signos de claudicación en otros tiempos.
La necesidad obliga, pues aunque se tenga el poder gubernamental existen otros tantos poderes fácticos que no ven con buenos ojos la victoria de Andrés Manuel ni la amenaza de perder sus privilegios.
Es evidente que como advirtió Juan Carlos Monedero López Obrador ha ganado el gobierno pero no el poder, y el tabasqueño parece ser el primero en comprenderlo. Así lo demuestra el actuar hasta hoy, y en particular ese 8 de agosto, cuando lejos de celebrar la entrega de la constancia de presidente electo como la culminación del esfuerzo, se tuvo la actitud de quien sabe que se está al inicio del reto.

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