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domingo, 5 mayo, 2024
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La muerte y sus mujeres

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Por: Marisol Dávila Quiñones •

La Gualdra 559 / Río de palabras

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¿Cómo la idea de una puerta transforma el mundo de alguien?, ¿qué o quién se esconde detrás?, ¿por qué el encierro llega a ser un escondite, resguardo, una protección o una alternativa de vida?

¿Qué significa la puerta? ¿Quién contiene a quién? ¿Cómo llegó a enamorarse de esos muros que la contuvieron de una vez y para siempre? Puesto que el tiempo la inmovilizó, la inmutó y la convirtió en una sola idea de muro-padre padre-muro, en una idea hermética. Y es que la figura del padre era como la de un dios: omnipotente y omnipresente; un padre petrificado y ambiguo.

Había olvidado su nombre, no alcanzaba a rescatarlo. Si hubiera recordado, siquiera, cómo se llamaba, hubiera podido abrir la puerta, salir y contemplar a las mariposas (siempre le fascinaron, su mirada, tan llena de nada, se vertía en sus alas y en su vuelo); en ellas encontraba esa vida de allá afuera que parecía lejana.

Cuatro paredes fueron las únicas que contemplaron su desnudez. En ocasiones, anteponía un enorme espejo que se replicaba en otro y así sucesivamente, como en un cuento borgiano, y de este emergían manos que la acariciaban, le dibujaban un cuerpo al que ella misma no había logrado aceptar. Día tras día se repetía la escena.

Se dejó llevar por los rumores malintencionados del pueblo entero. Eso la marcó y se sintió como una mariposa clavada con un alfiler en la colección de alguien. Necesitaba de ese encierro para seguir recreándose.

Tantas imágenes colgadas distraen sus pensamientos; son altares erigidos a los que acude a rendir tributo cada vez que se siente perdida.

 

***

Emilia coleccionaba sonrisas de hombres, sobre todo sonrisas grandes y trasparentes, eso era lo que más le atraía del sexo opuesto; la hipnotizaban como la luz del horizonte que proyectaba su ventana. Mantenía la ilusión de que algún día se quedaría con alguien que resolviese sus preguntas y su existencia, que le dijera cuál era su lugar. Su juego consistía en observar a un sujeto e investirlo del poder de lo imaginario, de ideas y fantasías absurdas; sus hombres eran como héroes, ídolos. Ese fue el gran error de Emilia: convertía a los hombres en piedra (como Medusa). Por más que se concentraba en admirar todas las sonrisas, se sumía, ya desde entonces, en la obsesión de quedarse mirando el horizonte de su ventana.

 

Mujer muro

La memoria petrificada la regresa intacta, inmóvil, silente. Todo a su alrededor tiene que estar perfectamente dispuesto para que la escena sea la misma. Ella se mimetizará en muros.

¿Quién es capaz de imaginar, sin tropezarse con prejuicios, cómo transcurre un día tras esos muros de ladrillo? ¿Quién de este árido pueblo (con sus locas ideas, con la muerte presente en cada una de ellas) es capaz de explicar, sin confundir a los demás, lo que el encierro significa? ¿Quién podrá comprenderla, describirla, de no juzgarla ni llamarla loca? ¿Qué contiene más locura, el claustro o la falsa cordura disfrazada de respuesta de allá afuera? ¿Qué fue lo que aceleró su elección de refugiarse tras los muros? Quizá haya más verdad en la búsqueda de una misma, que hacerle caso a los juicios de la gente, esos chismes o comentarios que la llamaban loca por haberse aislado en esos muros de azogue. Probablemente hizo suyos los fantasmas que la acompañaron en la oscuridad del encierro, que la consolidaron como ella misma, porque fue más ella adentro de lo que pudo serlo del otro lado de la puerta. O quizá haya sido que en el encierro encontró la venganza, la rebelde réplica que deseaba comunicarles a aquellos que la difamaron, pero fue una contestación diferente, rara, incluso terminó por convertirse en metáfora, por las dudas que no logró despertar en todos esos habitantes aletargados de este pueblo oruga.

Las mujeres de este pueblo son como calacas. Calaveras en serie, cortadas con la misma tijera. Todas deben serlo para ser mujeres. Eso fue, quizá, lo que interpretó en sus reflexiones de ahí adentro (abandonada, confundida, a su vez, con esa tétrica casa; desde las miradas y los juicios absurdos hechos por otros). Probablemente eso la llevó a sentirse cosificada, por eso le tuvo fe a los objetos, porque no traicionan, no juzgan, son fieles, inertes, esperando a que alguien les dé un uso. Cada día elabora un recuento de sus cosas, las que logró rescatar como parte de ella, antes de retirarse del mundo ¿Quién más habla ahí adentro? ¿Cómo es esa otra muerte que sostiene con la mirada y que arropa cada noche?

(Como vestir santos: «Se quedó a vestir santos»… Los mismos que veneran en la iglesia de allá afuera. Encima de eso, lidiar con un padre que nunca se preocupó por ella, sumida en su propio misterio indescifrable. Jamás le permitió ser ese dios al que tanto veneraba su madre. Luego, el encuentro de ella misma en cada cuenta del rosario. El mismo que le regaló su madre como muestra de su fe, de que como hija haría lo correcto. Lo único que le heredó después de morir crucificada por las malas lenguas del pueblo fue el sentido del sacrificio).

Todos los días tomaba su rosario: un ritual en el que corta y cuenta la historia, su versión y su bifurcación. Es en este punto, quizá, en el que ella misma no se contempla ajena; aunque no hay nada más enajenante que repetir la misma historia, como se repite ella en su eterna caricia de las cuentas y los rezos. Tal vez no sea repetición, sino continuidad. Lo que los otros ven desde afuera es monotonía, aburrimiento, fastidio, siendo para ella la única recreación y un renacimiento liberador. Entonces pasa, con la mirada perdida, a otra bolita, otra oración y aparece su padre y llega el dolor y rencor del recuerdo: nunca la humanizó, simplemente hizo de su hija una utopía. Luego, aparece su madre con toda la imaginería de los pliegues que dejaron sus vestidos en el armario. Se detiene a observar el vestido de novia que cuelga de un gancho; en vez de blanco, se encuentra percudido por los secretos bien guardados. Su madre, como todas las madres de este pueblo, nunca perdió la esperanza de que algún día su hija se casara. Pero no. Ella, a diferencia de esas otras de afuera, se negó a ser cosificada por los hombres: esposos, amigos; todos espejismos de carne y placer de ellos mismos y no de ellas.

De nuevo su padre: un ser malogrado. La mayor parte de su infancia se sintió como una de esas muñecas que se encuentran en un escaparate: tan perfecta por fuera, pero llena de cicatrices por dentro, presa de las miradas de la gente, lo que le remitía a la misma mirada de su padre, un ente inflexible, un padre medusa devorado por una madre apéndice. Quizá por eso se sentía rota en medio del tiempo y de las paredes de su encierro. Así como se encuentra ese Cristo en su cuarto, que la observa conforme recorre las cuentas de su rosario. Y ahora es ajena a los demás y sus chismes. Se ha encerrado, es mujer muro.

(Casarse es repetir la historia, es un disfraz del auto abandono. Un encierro de lo que los esposos quieren de ellas; mujeres que se dejan tocar, manosear por tipos que solo construyen la versión de ellos mismos, y que paralela e irónicamente son el reflejo de la educación y figura de sus propias progenitoras, que se vaciaron en ellos como en un molde, que convirtieron a la feminidad en una versión petrificada sin cambio ni evolución. El futuro no se recreó, no renació en ellas como portadoras de vida, sino que permaneció en las creencias mochas del pueblo. Aquí ellas solo deben o puede ser madres, esposas, compañeras. Conceptos definidos desde hace cientos de años. En este pueblo la finalidad de la mujer es como un dogma religioso: no les queda otra opción que obedecer, repetir y creer).

Cierto día decidió salir. Aparentemente nadie se percató, pero ella sentía que la recorrían y se la comían con la mirada; paradójicamente, se sintió amada, apetecible. Tal vez haya decidido abrir, por fin, su puerta para dejar a cada quien en su lugar. Qué bien debió sentirse sonriéndoles como respuesta. En su delirio recordó a aquel único hombre cuya sonrisa la capturó.

Era otra la que paseaba por esas calles de un pueblo alucinante, llena de arrugas que el tiempo de hizo como para indicarle cuánto había vivido enclaustrada. Sin embrago, por momentos, un extraño delirio en aquellos que siempre la criticaron les reveló a una mujer, en el fondo, inmarchita; había encontrado el secreto para no “envejecer”: en todas sus conversaciones con las flores, en los retratos en donde el reloj se movía, en ese espejo, en esas velas exorcizantes, en todas las historias que los de “afuera” se atreven a vivir.

La realidad retorna cuando quita su vista del vestido, otrora blanco, ahora del color nácar del polvo y de la ventana.

 

Mujer espejo

Su padre le dio un nombre que ya ha olvidado porque nadie lo pronunció, entonces el nombre estaba hueco. Él no logró investirla lo suficiente de ese nombre como para reconocerse en el sonido de las sílabas y en ese espejo en el que se contempla por horas. Mujer espejo.

Nunca se podrá saber si el espejo, los objetos y los muros (a los cuales ella pareció contener) la encaraban y dialogaban con ella cuestiones secretas; quizá el delirio del reflejo fue con lo que aprendió a vivir. Ella y su delirio eran más fuertes que las personas que se asomaban por las ventanas para averiguar, husmear ese otro reverso que nadie más mostró.

Todo el pueblo la desterró del mundo. La arrojaron. La abortaron por ser diferente. Aunque en el fondo le temían, porque era una mujer que hacía temblar los cimientos y estructuras tradicionalistas con las que nunca comulgó. Para ella todas esas costumbres significaban devorar el cuerpo, deglutirlo y, finalmente, vomitarlo. Por eso su apetito era casi nulo: lo relacionaba con comerse a otros y otras, muertos y muertas. Cortejando al espejo, reducía su reflejo a huesos, a una autodevoración (como las madres devorando a sus hijos no deseados). Se sentaba en la mesa de forma automática, sin el deseo ni el hambre ni el placer de los alimentos. Comía nada, masticaba por inercia, solo por mantener con vida a la marioneta.

Por esa razón también le atraían las marionetas: se sentía una con hilos pegados a sus manos, sin otro remedio que tomar la cuchara o el tenedor y picar, rechinar el plato impulsada por quién sabe qué fuerza. Si hubiera tenido tiempo, sin duda las habría coleccionado.

 

Arlequines

Otro de sus objetos preferidos eran los arlequines o bufones (nunca supo si había diferencia entre ambos términos, de cualquier manera, los tomaba como sinónimos) porque parecían contener el secreto de la felicidad, que tras ese antifaz se escondía un ser feliz, sin fracturas ni cicatrices. Para ella los arlequines se disfrazan con llamativos colores para confundir y distraer; un baile de máscaras sin rostros desfilando noche a noche dentro de sus sueños.

 

Flores, flores… y al final, cera

Espera que le regresen esas flores que ha cuidado con esmero, que le devuelva su aroma característico a abandono, el mismo olor que la hace olvidar al amor que se marchó para siempre; no lo reconoce, es ya una tenue luz como la de las velas que acompañan su encierro, que enciende y apaga cada noche. Parecen inagotables a pesar de derretirse. No le teme a la temperatura, al contrario, se derrama la cera sobre su cuerpo y sus pezones, luego la recoge cuidadosamente. Asume que esa es la recompensa purificada del fuego, por eso permanece horas contemplando cómo se deshace la cera.

Es el fuego fálico y poderoso de las velas que se vierte sobre ella y la concibe, por fin, en el espacio-tiempo.

Como los girasoles busca la luz. Por momentos se asoma al mundo y parece encontrarse en los rostros de la cotidianeidad de la calle. ¿Qué busca en los otros? ¿Los muros, las muñecas? ¿Antifaces, vestidos, retratos, mariposas, velas, flores, miradas? ¿O es la nada lo que busca encontrar? Se pregunta, ¿qué es lo que la confiere de un cuerpo en la realidad?, ¿qué la convierte en mujer?

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/gualdra_559

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