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jueves, 28 marzo, 2024
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No puede haber democracia sostenible en un país con las fracturas que tiene México

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Por: RAYMUNDO CÁRDENAS HERNÁNDEZ •

En su documento “Retrato de un país desfigurado” el Instituto de Estudios para la Transición Democrática (IERD) hace una evaluación de información estadística fundamental dada a conocer por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) y el Consejo Nacional de la Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), que permite evaluar la gran fractura que caracteriza a la sociedad mexicana.

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De acuerdo con el IETD la situación puede resumirse así:

Del lado de los ingresos: estamos abajo del nivel promedio previo a la crisis de 2009, pero incluso el ingreso corriente per cápita de los mexicanos sigue siendo 9.3% inferior al de 1992. Y algo más: hace veintitrés años (cuando se empezó a medir la pobreza) 53.1% del total de la población tenía ingresos por debajo de la línea de bienestar; en el año 2014, seguía representando 53.2%. Sin negar el esfuerzo del Estado en materia de servicios básicos (educación, acceso a los servicios de salud, acceso a la seguridad social, calidad y espacios de la vivienda, servicios básicos en la vivienda y acceso a la alimentación), sólo 20.5% de la población no es pobre ni es vulnerable.

Si analizamos la situación de los que ganan un salario mínimo, 58% están en pobreza y 12% en pobreza extrema, mientras que los que perciben dos salarios mínimos, 42.3% está en pobreza moderada y 4% en pobreza extrema. Estamos hablando de dos millones de hogares, habitados por diez millones de personas: cerca de una quinta parte del total de pobres que ha cuantificado Coneval son “pobres que trabajan”, mexicanos que radican en el mundo de los bajísimos salarios, los menores a 140 pesos diarios. El Inegi también confirmó la trayectoria de la fractura social: entre 2008 y 2013, las remuneraciones salariales a nivel nacional disminuyeron en promedio 7 mil 800 pesos, los costos laborales que cubren los establecimientos en forma de remuneraciones bajaron 5.9%. Los mexicanos que trabajan están percibiendo menos dinero que hace cinco y que hace veintitrés años. En otras palabras: al menos en lo que se refiere a la pobreza por ingresos y a la pobreza en general, la nueva información nos indica que estamos en medio de otra década perdida, y esto cuestiona no sólo la dirección o el sentido sino también la pertinencia de la actual estrategia contra la pobreza.

Es urgente que los partidos políticos y sus candidatos, medios de comunicación, las universidades y la sociedad civil impulsen el debate informado y la divulgación, que éste que, probablemente, sea el principal problema mexicano.  Los nuevos datos tienen implicaciones mayores para el orden de prioridades nacionales, para la orientación del gasto público y, sobre todo, el social; para instaurar por fin una política de recuperación de los salarios, para discutir la política regional de desarrollo, para activar nuestra sensibilidad colectiva ante la desigualdad y para llamar la atención sobre la ominosa tendencia de su comportamiento demostrado y revelado ahora como una dura mezcla de pobrezas viejas y nuevas, muy resistentes ante los programas que intentan eliminarlas o, al menos, reducirlas.

A pesar de su extensión y gravedad, la pobreza y la desigualdad no son tema para los integrantes de la élite del poder, como si no les afectara, como si el país que habitan no tuviera que ver con el océano que reproduce la ansiedad, la inseguridad, la inconformidad, y que ha encontrado en el delito una de sus salidas dominantes. Vivimos en un país que no tiene mecanismos correctores de las fuerzas de la desigualdad, por eso los titulares del capital se van quedando con una parte cada vez más amplia de un pastel económico que ya apenas crece.

Como vemos la tendencia de largo plazo es grave y devastadora. El ingreso real de la población en México no ha logrado recuperar el nivel que tenía hace más de veinte años, en 1992. Ese hecho fundamental, producto no sólo de la “política social” sino del conjunto de políticas económicas dominantes en las últimas décadas, condiciona todas las esferas de la vida pública y privada, erosiona la convivencia social e impide que millones de mexicanos tengan una vida digna. Frente a esa tendencia ya no son admisibles la indiferencia, la resignación ni la indignación efímera.

Asumamos por fin que no hay democracia que resista un empobrecimiento sistemático, como el soportado por toda una generación. Reconozcamos que una parte importante del ánimo social contra las instituciones, los partidos, lo público y la vida democrática misma proviene de esa contradicción sorda de una riqueza insensible y arrogante frente a una pobreza sin salida, vengativa y, no pocas veces, también violenta.

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