No está Marko Cortés para saberlo, pero la palabra terrorismo fue empleada por vez primera por la reacción monárquica francesa para referirse a la política represiva implantada por los jacobinos a fines del XVIII. Lo más conocido es, desde luego, las decapitaciones en cadena. En realidad, la joven república, amenazada militarmente en lo interno y en lo externo, no hizo más que adoptar, con el agregado positivista de la guillotina, la barbarie opresiva del absolutismo precedente: son célebres los ahorcamientos masivos que Luis XI organizaba para neutralizar a sus múltiples enemigos, la masacre de hugonotes de San Bartolomé, instigada por Carlos IX y Catalina de Medici y las dragonadas de Luis XIV un siglo después; menos conocidas son las salvajes oleadas represivas con que las jacqueries –revueltas campesinas que tuvieron lugar en Francia entre los siglos XIV y XVIII– fueron ahogadas en sangre.
Significativamente, la derecha acuñó el vocablo para atacar al régimen revolucionario por una modalidad que ahora conocemos como terrorismo de Estado y a la que habían recurrido la mayor parte de las monarquías para disuadir a sus opositores. En el siglo XIX, los populistas rusos reivindicaron la palabra en el manifiesto La joven Rusia, guía de la organización Naródnaya Volia (Voluntad del pueblo), responsable del asesinato del zar Alejandro II. Muy pronto, autores de izquierda como Plejánov, Trotsky y el propio Lenin se deslindaron de tales prácticas y las criticaron en sus escritos.
En ambos lados del Atlántico, populistas y anarquistas se dedicaron a cazar, bomba o revólver en mano, a integrantes destacados de la nobleza o dignatarios como el presidente estadunidense Willian McKinley, asesinado por un anarquista de origen polaco. Más allá de juicios morales, el terrorismo como medio de lucha política, ideológica o religiosa tiene fundamentos teóricos en Tomás de Aquino, Isidoro de Sevilla, Maquiavelo o el propio Thomas Jefferson, a quien se atribuye la frase el árbol de la libertad se riega con sangre de patriotas y tiranos.
Los nazis emplearon profusamente el término para señalar a los movimientos de resistencia que se le oponían en los países ocupados por las tropas del Tercer Reich y en la posguerra fue retomado por el gobierno estadunidense como parte de su discurso de seguridad nacional, de donde abrevaron las dictaduras militares latinoamericanas de la segunda mitad del siglo pasado.
Ya para entonces, la palabra había perdido su significación original y se empleaba como mero insulto. Así, mientras con una mano Washington alentaba a los gorilatos para que aplastaran a las guerrillas de izquierda, patrocinaba una infinidad de movimientos mucho más merecedores de tal descalificación: exiliados cubanos que sembraban el terror en su país mediante acciones violentas, crueles ejércitos mercenarios que operaban en África, u organizaciones fundamentalistas que luchaban contra la ocupación soviética en Afganistán y que fueron el origen de grupos como Al Qaeda y el Estado Islámico.
En el marco de la guerra contra las drogas lanzada desde tiempos de Nixon, Washington terminó de tergiversar el sentido del término al acuñar la expresión narcoterrorismo; así terminó de desvincularse un método determinado de una reivindicación ideológica. En 2001, tras los atentados del 11 de septiembre, la Casa Blanca se subió a un caballo del que sigue sin bajarse: el de la lucha contra el terrorismo. Esa cruzada, aplicable casi a cualquier cosa, ha convertido en sospechosos automáticos a todas las personas del planeta, incluyendo a Marko Cortés, quien cada vez que aborda un avión es sometido a una minuciosa revisión para asegurar que no podrá secuestrar un avión y estrellarlo en algún edificio emblemático de la Estados Unidos.
Para las autoridades de Washington, perpetradoras sistemáticas y masivas de acciones de terrorismo de Estado, por sí mismas o a través de terceros, la categoría de terrorista es un comodín que justifica la persecución extraterritorial, el secuestro, el asesinato, el bombardeo, la injerencia encubierta y la adopción de sanciones comerciales y diplomáticas contra cualquier persona, organización o gobierno que no se someta a sus designios. En esas circunstancias, la introducción de la figura narcoterrorismo en la estrategia de seguridad de México, como lo propuso el jefe panista, sería invitar a los comandos del país vecino a operar en nuestro territorio (¿permiso?, ¿cuándo lo han requerido?) para suprimir supuestas amenazas a su seguridad nacional; a fin de cuentas, el propio gobierno mexicano les estaría dando la coartada.
Sería pertinente canalizar el talento de Marko Cortés hacia propuestas menos perniciosas para la soberanía nacional, el estado de derecho y la seguridad de la ciudadanía mexicana en general; darle, por ejemplo, un hueso como organizador de tours por la ruta de la expedición punitiva del general Pershing. Intuyo que eso lo haría muy feliz.