A las personas todas, pero particularmente a los políticos, hay que juzgarlos por lo que hacen, no por lo que dicen.
Sobre todo, no por lo que dicen en campaña, cuando son capaces de prometer la luna y las estrellas, o, dependiendo del público, el infierno y los trinchetes.
Donald Trump quizá es el ejemplo más exacerbado de esto. Acostumbrado a ganar por el miedo que inspira el uniforme, no son pocas las victorias de su vida obtenidas por default ante rivales que se derrotaron antes de tenerlo enfrente.
Así ocurrió en su primera victoria en 2016, cuando cundió el pánico en el mundo y los mercados. Pocas personas eludieron entonces la histeria, uno de ellos Andrés Manuel López Obrador con un video en el que llamó a la calma, y el otro, Carlos Slim, que expuso su tranquilizador diagnóstico en conferencia de prensa.
En ella explicó que Trump regatea fuerte, pero negocia; que pisa a quien se lo permite, pero respeta a quien se le planta y se sobrepone a la retórica bully que le caracteriza.
Luego vino para México un tránsito pacífico de su gobierno sin los furiosos huracanes arancelarios, militares, políticos y económicos con los que había amenazado en campaña, aunque con costos que nadie hubiera querido pagar.
En el resto del mundo sorprendieron sus fotografías en actitud amistosa hasta con los líderes de Corea del Norte y Rusia.
Fue, quien lo diría, el único presidente estadounidense desde Jimmy Carter (1980) que no inició una guerra, al menos en su primer mandato.
Cierto es que está muy lejos de ser una ‘pera en dulce’. Promovió y avaló una insurrección que invadió el capitolio y arruinó ese viejo chiste de que en Estados Unidos no había golpes de estado porque no había embajada de Estados Unidos ahí.
Pero algo ven en él los americanos que mucho nos cuesta entender en este lado del río. Y no habría un error más grande que la de reducir a falta de inteligencia o información la contradicción de nuestras expectativas y percepciones.
Por el contrario, habrá que escuchar y leer para comprender el cambio de paradigma en el votante estadounidense, y el continuo llamado a abandonar los anhelos de dominio mundial para priorizar lo que les parece una casa en llamas.
Habrá que escuchar en particular al votante latino en Estados Unidos a quien se asume como ente monolítico, como si las razones de migrar de venezolanos, cubanos, mexicanos o salvadoreños hubieran sido exactamente las mismas.
Habrá que cuestionarse también si aún pueden identificar sus intereses con sus países de origen, o si por el contrario, puestos a elegir entre el “aquí y el allá” la necesidad de aceptación los hace tomar la defensa de su nuevo hogar de aquellos que justamente tanto se les parecen.
No es de extrañar que hagan esto con más beligerancia que los anglosajones, bajo el principio de que no hay nadie más radical que el recién converso.
Adicional a todo esto, Donald Trump es la única (o cuando menos la más) alta figura de la clase política americana que supo detectar el hartazgo de una globalización económica que no fue la panacea que nos prometieron, ni siquiera para el pueblo estadounidense.
No le temió a herir el orgullo americano aceptando que el supuesto control que ese país tenía sobre el mundo era una ficción que se sustenta en sacrificar a los suyos hasta presupuestalmente.
Todo esto llevó a aglutinar el descontento de un país que se había cansado del establishment y de sus guardianes más hipócritas.
Y si se le mira de cerca, en el fondo, no se trata del enamoramiento de un país con un líder popular. Por el contrario, a pesar de lo abrumador que pudiera parecer el triunfo de Trump por haber ganado además con el voto popular y la mayoría en el senado y en la cámara de representantes, las cifras nos hacen ver que estamos ante todo ante el derrumbe de la clase política tradicional americana.
Trump logró un millón seiscientos mil votos menos que en la elección del 2020 cuando Biden lo derrotó. Es decir, perdió un 2%. Sin embargo. el partido demócrata perdió más de 13 millones de votos en el mismo periodo, es decir obtuvo un 16% menos que en su última victoria.
Acierta Sanders cuando dice que “No debería sorprendernos que un Partido Demócrata que ha abandonado a la clase trabajadora descubra que la clase trabajadora lo ha abandonado a él”, pero se queda corto cuando asume que eso es un problema solo de su partido.
No, parece que el país acostumbrado a qué es tan malo el pinto como el colorado, optó por probar el anaranjado.