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jueves, 25 abril, 2024
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Lyotard o la crítica de la modernidad como posmodernismo

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Por: SIGIFREDO ESQUIVEL MARÍN •

La Gualdra 546 / Filosofía

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Jean François Lyotard es uno de los pensadores que más influyeron en muchos jóvenes estudiantes de fines del siglo XX, representaba una forma de pensar hiper-crítica, lúcida, lúdica, luminosa, transgresora. Los primeros ensayos y artículos que leí fueron para atacarlo con una furia desconocida. Junto con mis amigos Leobardo Villegas y Juan Horacio Garibay leímos con avidez La condición posmoderna (Madrid, Cátedra, 1984), nos causó una profunda conmoción. En la extinta Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Zacatecas, donde los profesores eran en su mayoría curas y excuras, predominaba una atmósfera cultural e intelectual más bien conservadora, leer a uno de los precursores más importantes de la posmodernidad era un verdadero escándalo. Un profesor medievalista me condenó públicamente al infierno de la herejía académica, auguró mi perdición intelectual y extravío de por vida, quizá sus palabras resultaron proféticas, siempre he tenido predilección por pensadores fracasados de segunda categoría.

En su obra pionera de 1979, Lyotard cuestiona las sacrosantas verdades de la modernidad en su conjunto. Desmantela y dinamita los grandes relatos o meta-relatos de la modernidad como el progreso y la emancipación, muestra la inconmensurabilidad de los diversos juegos del lenguaje existentes, las consecuencias son múltiples y devastadoras. Recreación creativa de Kant y de Wittgenstein, Le Différend (París, Minuit, 1983), traducido de manera inexacta al castellano como La Diferencia (Barcelona, Gedisa, 1988), es una de las obras capitales, su libro de filosofía –dirá el autor, donde radicaliza la argumentación de la inconmensurabilidad de los juegos de lenguaje y discursos en torno a la dificultad de pensar esquemas de justicia y derecho universales. El significado y el referente siempre resultan polisémicos y ambiguos. Lyotard extrae consecuencias pluralistas, relativistas, contextuales, anti-fundacionalistas.

Después en Lo inhumano: Charlas sobre el tiempo (Buenos Aires, Manantial, 1998) reflexiona sobre los temas del posmodernismo pero con distancias autocrítica, ahonda en problemáticas apremiantes: arte, política, el sentido del tiempo, las tecnociencias, entre otros temas, lo hace con una solvencia teórica y retórica impecables. Gran lector de Kant, replantea lo sublime justo ahí donde la argumentación de la Crítica del juicio termina. Sus reflexiones sobre el arte son rigurosas y creativas, analizan obras específicas de forma espléndida y, desde ahí, catapultan, lecturas arriesgadas para entender el mundo y el ser humano. Utiliza el arte para pensar, pero sin dejar de mostrarnos su absoluta singularidad intransferible. Aún más, Lyotard hizo del pensamiento una forma de arte esencial e imprescindible para buscar una vida más libre y plena.

Ya en su tesis doctoral de 1971, publicada ese mismo año como Discurso, figura (Barcelona, Gustavo Gili, 1979) recrea algunos de los temas y tópicos del estructuralismo, la hermenéutica y la crítica literaria, pero lo hace con una originalidad sorprendente, apenas encuentro parangón en Nietzsche y Deleuze. Discurso, figura es un poema filosófico.

En realidad, todos sus libros están a la altura, ninguno sobra. Obras perfectamente cuidadas y sólidamente argumentadas, aunque él, con una honestidad desconocida, asumía la precariedad y finitud del pensamiento, su carácter inacabado, provisorio, siempre fragmentario: “todos nuestros escritos son bosquejos” –confesó una vez. Aunque con la mera aportación del posmodernismo como fin de los grandes relatos tendría un lugar dignamente asegurado para pasar a la historia del pensamiento contemporáneo, aún se sigue hablando de su obra pionera como referente intelectual.

Su último libro póstumo ya, La confesión de Agustín (Buenos Aires, Losada, 2002) es uno de los libros más bellos que he leído. Encuentro cierto parangón con Rostros de ese reino (México, Conaculta, 2007) de mi querido amigo y maestro Raúl Renán, en ambos casos, se trata de libros escritos en la proximidad de la muerte donde los autores asumen una perspectiva ascética vitalista que atisba lo sagrado en la soberanía de una finitud celebratoria. Son auténticas meditaciones sobre el tiempo, la muerte y la vida desde un paganismo soberano y una espiritualidad íntima. Lyotard tuvo el gran mérito de elucidar los diagnósticos críticos más agudos de la crisis de la modernidad que ahora estamos padeciendo hasta sus últimas consecuencias. Su obra intempestiva le costó muchas enemistades, odios e incomprensiones, precio justo que pagó con alegre resignación un pensador radical e iconoclasta.

Sus libros son más que vigentes, urgentes y de una actualidad rabiosa. La deuda que tenemos con Lyotard es incalculable e infinita: decía –sin ninguna exageración– Jacques Derrida en el 2001 en su homenaje póstumo. Su lectura es obligada para quienes intentan comprender el caos contemporáneo. Quizá después de Nietzsche, haya pocos pensadores tan audaces, críticos y subversivos como Lyotard. Su obra es y será objeto de múltiples e interminables discusiones.

 

 

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