No debería ser difícil para la derecha votar como derecha, y para la izquierda votar como izquierda.
Tampoco debería ser difícil para sus electores. Éstos tendrían que tener claro que votar por un partido significará apoyar ciertas cosas, y votar por el otro significará rechazarlas.
Entender la política como un cazo de chapulines que brincan de un lado a otro nadando en la conveniencia, ha provocado que sea ésta el norte que da sentido a la brújula.
La ideología, los principios, los valores, la idea básica de qué país se quiere (si es que se quiere uno) y los métodos para construirlo son vistos por un sector como nostalgia trasnochada que puede olvidarse si el interés político cortoplacista así lo requiere.
Dicen que la geometría política es cosa del pasado, y asumen que la gente comparte la indiferencia que ellos sienten por colores, plataformas políticas y principios rectores.
Pero en ese cinismo se encuentra la paradoja. Si a la gente de verdad no le importara, no tendría sentido cambiarse de partido porque un color u otro no harían diferencia. Pero la hay, porque la simpatía o antipatía de hoy es el resultado de lo que se ha hecho en el pasado, y como las evaluaciones individuales son imposibles, se evalúan las afiliaciones de las que están hechas las identidades. Así sean partidos, gremios, familias, géneros, etcétera.
A veces ni eso sirve porque los institutos políticos también saben de camuflajes.
Parece que ya nos acostumbramos, pero hace unos años nos escandalizó la antes insospechada alianza entre el Partido Acción Nacional (PAN) de nacimiento anticardenista, con el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que tuvo por origen el cardenismo 2.0. A esta unión llegó luego el PRI.
La trireja cuajó porque el PAN, bien lo dijeron, tuvo una “victoria cultural” primero en el PRI, y posteriormente en el PRD, y la necesidad de sobrevivencia los mantiene juntos y atrincherados, y en la reflexión interna si se fusionan o fenecen.
En el otro lado también hay conveniencias. Y el partido que debiera sustituir su tucán por un camaleón, hoy se encuentra alineado a los postulados de Morena, quien lo requiere para reformas como la que se avecina en el sector eléctrico.
Esta reforma no permite tibiezas ni ambigüedades. Representa una oportunidad de marcar el rumbo de México en el futuro tecnológico.
La posibilidad de dejar el litio como bien nacional es imprescindible (aunque insuficiente) para abandonar el triste papel de proveedor de materia prima que tenemos en este modelo extractivista, en el que unos cuantos se enriquecen a costa del empobrecimiento de muchos y la contaminación que perjudica a todos.
Recuperar soberanía en el sector eléctrico es estratégico y fundamental para alejarnos de la tragedia española que tiene hoy a muchos a manos de Iberdrola y las compañías del sector en un tema tan fundamental como la energía eléctrica.
Esta reforma es también la mejor oportunidad de definir rumbo a los partidos políticos que han desdibujado sus plataformas entre coaliciones y capirotadas.
A nadie extraña la oposición del PAN, incluso si entre sus legisladores hay hijos de campesinos del medio semirural cuyas realidades son lejanas a las de Germán Larrea, o José Ignacio Sánchez Galán, potenciales perjudicados de esta reforma.
Poco se habla del PRD en parte por sus dimensiones ya prácticamente testimoniales en el Congreso, y porque ya es costumbre su rechazo a las ideas provenientes de quien fue su dirigente nacional y candidato presidencial en dos ocasiones.
En mucho, el fiel de la balanza se encuentra ahora en el PRI, quien tiene en este reto la mejor oportunidad de refundación y redirección de rumbo.
¿Estamos ante el PRI que enorgullecía a los abuelos que lo defendían porque veían en él y en sus colores los mismos que los de la bandera, el nacionalista, el heredero del cardenismo y la revolución? ¿O estamos ante el PRI derrotado culturalmente por el PAN y sus postulados neoliberales, que se diluye hoy al grado de estar en su mínima expresión con apenas cuatro gubernaturas y casi en peligro de extinción?