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viernes, 29 marzo, 2024
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La Trahison des clercs (recargada)

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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO FLORES •

Es bien conocido el papel que muchos intelectuales y filósofos de renombre jugaron en la legitimación de regímenes políticos totalitarios. Por uno de estos se entiende, de acuerdo con Hanna Arendt, lo siguiente: “una forma de gobierno cuya esencia es el terror y cuyo principio de acción es la lógica del pensamiento ideológico” (“Orígenes del totalitarismo” Taurus (1974) p. 574). Ejemplos históricos son la URSS, bajo Stalin, y Alemania con Hitler a la cabeza. Habrá más, de la misma manera que, tras la caída de algunas repúblicas o monarquías, estas han vuelto al escenario de la historia. Ahora bien, Arendt señala que “la verdadera naturaleza de todas las ideologías estaba revelada sólo en el papel que la ideología desempeña en el aparato de dominación totalitaria”, por ende, es en esa específica forma de gobierno que se despliega todo el potencial de una ideología. En otros regímenes, en la medida que permitan la crítica y el examen de la evidencia, la naturaleza totalitaria de la ideología se difumina. Durante la fase de toma del poder por parte de movimientos ideológicos, no necesariamente totalitarios, se utiliza a los intelectuales para explicar las bondades y beneficios de seguir y apostar por una visión particular del mundo. Como bien indica Arendt, esas visiones son “totales”, explican el pasado, los problemas del presente y aseguran un futuro promisorio y mejor. Por otro lado, carecen de autocrítica sistemática, por eso son “ideologías” y no ciencias o filosofías. De manera ingenua se puede creer que ciencia y filosofía están en las antípodas de la ideología. Nada más lejos de la verdad. Entre los filósofos de renombre que apoyaron movimientos de la índole descrita se encuentra Martín Heidegger. Otros, menos conocidos, son Paul de Man, Hans Georg Gadamer, Maurice Blanchot, Georges Bataille, E. Cioran. Se considera, a veces, que los deslices de juventud, o los errores momentáneos de juicio en relación con la política, no afectan la obra de los grandes pensadores. Si es así, no se explica la existencia de largos trabajos para justificarlos. Como el artículo de Jacques Derrida “Like the Sound of the Sea Deep within a Shell: Paul De Man´s War” (Critical Inquiry, v.14, #3, p.590-652) de 64 densas páginas para defender a De Man. Inútil citar la bibliografía hagiográfica de Heidegger: constituye una biblioteca. Ahora bien, denunciar las veleidades de los pensadores y críticos sistémicos no es algo nuevo. Ya en 1927 apareció una obra de título dramático: “La traición de los intelectuales», de Julien Benda. Se opuso, entre otros, a Bergson, a Maurras, a Sorel, al ubicuo Nietzsche. No se debe olvidar que Bergson y Nietzsche fueron las lecturas de José Vasconcelos y, como recuerda Alfonso Reyes en “Pasado inmediato” (Obras completas XII, FCE (1983)), la alternativa al positivismo de Auguste Comte para la generación previa al estallido de esa guerra civil a veces llamada “Revolución mexicana”. ¿A quién traicionaron los pensadores denunciados por Benda? A la razón, se entregaron a las pasiones. O para decirlo de manera más precisa: renunciaron a la crítica de las ideas para construir ideologías, cuyo problema principal es la incapacidad de comprender y transformar la realidad. ¿Por qué no es capaz de comprenderla? Porque el conocimiento de lo real exige la crítica, la corregibilidad de los postulados, la aceptación del error. Y si para un científico es difícil reconocer sus yerros, para un político es imposible. Por eso prefiere “independizarse de la experiencia” e insistir en una realidad “más verdadera”, a la que se llega mediante la particular ideología que difunde. ¿Cómo se configura la “traición” invocada por Benda en tiempo histórico real? En un hecho de la experiencia inmediata de cualquier docente de la Universidad Autónoma de Zacatecas: la deuda. Producto de errores continuos de los administradores, incapaces de aceptar la realidad política y social, avenidos a la ideología de “el Estado debe pagarlo todo”, a la consigna de “ganamos los derechos a sangre y fuego”, resistentes a cualquier forma de planeación racional, se tiene una universidad con severos problemas para pagar prestaciones y, a veces, salarios. Aún más, el proyecto de “justicia social” de los 1970 fracasó en medio de pugnas por el control de los recursos universitarios, la misma suerte corrió el proceso de reforma universitaria de los 1990. Parece inverosímil, pero todo ese escenario es el resultado de la ausencia de crítica y de la “traición” de los intelectuales. A veces no queda claro cómo se vuelve operativa la idea de la crítica y de qué manera los intelectuales la promueven. Se logra a través de instituciones como los órganos de representación, en los que se debaten ideas. Sin estos se desvanece. Por ende, si los Consejos de Unidad y Área no funcionan, si los consejeros consienten en lugar de debatir y proponer, si la normatividad es inoperante y rige el acuerdo paralegal o ilegal es claro que no existe la crítica. Peor aún, si aquellos capaces de movilizarse no tienen dirigentes capaces de reconocer la situación, y prefieren mantener el estado de cosas a cambio de beneficios inmediatos (cambiar a un líder sin mejorar los diseños institucionales, obtener plazas sin fondos para estas) entonces son unos traidores.

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