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viernes, 13 diciembre, 2024
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LECCIONES DESDE Y PARA MÉXICO

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Por: LUCÍA MEDINA SUÁREZ DEL REAL •

Desastres quizá hemos tenido peores. La geografía mexicana, amplia y variada, conlleva en su riqueza también riesgos de muchos tipos. Así es que huracanes, sismos, e inundaciones no son extraños para nosotros.

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Lo que sí lo es, es el abandono gubernamental que, según parece desde este lado del océano, viven los valencianos en España, luego de la dana que padecieron el martes pasado.

Aquí, con todos los defectos bien conocidos, es esperable una actuación rápida de cualquier gobierno, sea cual sea su color y origen político. 

Es por su trabajo en ese tipo de circunstancias como la que ahora azota a España, que el Ejército Mexicano tiene respetabilidad y cariño en la sociedad mexicana a pesar de otros episodios de la historia nacional.

Contrario a lo que pensaron en las altas esferas, el sexenio pasado no fue extraño que los militares realizaran trabajos de construcción, porque están en el imaginario colectivo las escenas de soldados a pico y pala y en acción durante el Plan DN III. 

Los conocemos cargando costales, plantando árboles y también repartiendo comida en lugares inhóspitos.

Lo mismo ocurre con otros cuerpos, como la Guardia Nacional, recientemente creada, y por supuesto es habitual calificar como héroes a quienes participan en protección civil y cuerpos de bomberos.

Pero ninguna de las fuerzas equivalentes a estas en España se hizo presente en la emergencia de Valencia.

 Es un reclamo generalizado, cuatro días tardó en llegar la ayuda institucional, que pudo haber salvado a quién sabe cuánta gente que quizá quedara atrapada. 

Ni siquiera los políticos, prontos en posar para la fotografía llegaron pronto. Apenas el domingo lo hicieron los reyes y el presidente, y fueron recibidos a palazos, insultos y lodo.

En contraparte aquello se llenó de voluntarios con el equipo y los víveres que podían en sus espaldas, más mucho corazón para ayudar, que lamentablemente careció de cauce que le diera más eficiencia a esa solidaridad. 

Teniendo por lema “el pueblo salva al pueblo” miles despejaron lodo para tirarlo en coladeras que probablemente se verán atascadas en las próximas lluvias generando inundaciones de nuevo. 

Empezando desde donde pueden, y acudiendo al llamado de quién encuentran, estos voluntarios han pasado largas horas limpiando donde les indican, incluidos colegios y centros comerciales según sus testimonios, y dejando para luego o para quien pueda, otros lugares que por su propia naturaleza podrían requerir ayuda con más celeridad, como los centros geriátricos. 

Hacen cuanto pueden con sus manos y la herramienta a su alcance, pero son conscientes de la urgencia de máquinas que drenen el agua, de grúas que arrastren los automóviles, y de excavadoras que permitan a los pueblos afectados dejar de ser pantanos.

Poca atención se ve hasta ahora a los cuidados higiénicos que la situación amerita; trabajan sin cubrebocas ni equipo especial en aguas estancadas entre las que muy probable y lamentablemente haya cuerpos en descomposición también. 

A la distancia, no deja de conmover la situación y sobre todo esa red social convencida de que solo el pueblo salva al pueblo. No obstante, el peligro de dejar hasta ahí la idea es el de regalarle la exoneración a los gobiernos de sus deberes sociales más fundamentales.

Esto puede evitarse si a ese clamor se le da organización que dé rumbo al bienestar social no únicamente en esto, lo urgente, sino también en lo importante. 

A riesgo de equivocarme por la premura y la distancia, parece que los españoles tienen ante sí una oportunidad de organización ciudadana. 

Acá la hemos aprovechado, y podemos tomar esta en particular para dimensionar nuestros avances, valorar lo conseguido y seguir caminando en nuestros modelos de respuesta y organización social naturalmente perfectibles. 

Pocas oportunidades tenemos, de, como diría Monsiváis: documentar nuestro optimismo.

Hasta siempre Campech

Se le nota a esta ciudad cuando huele a tristeza, cuando una muerte alcanza a doler a tantos, y así fue sin lugar a dudas la de Eduardo Campech. 

Estoy segura que se fue sin tener idea de a cuántos y cuánto nos había tocado con su amor por las letras, tan profundo que no podían tener más destino que contagiar. 

No encuentro mejor forma de honrar su grato y muy querido recuerdo que hacerlo como él predicaba, con los libros abiertos. 

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