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jueves, 18 abril, 2024
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Un cuento

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Por: Mauro González Luna •

Ángela Kyan, una irlandesa que reside en un pueblito de un país remoto cuyo nombre quisiera recordar, narra un cuento brevísimo, más bien, una síntesis del mismo. Lo hace apretadamente porque caben pocos párrafos en este limitado espacio. Se trata de una narración resumida de género aparentemente más fantástico que realista, como abajo podrá corroborarse. Quien narra la abreviatura del cuento, Ángela Kyan, es también protagonista del mismo. Óyela lector por favor, con interés o curiosidad al menos, si te parece. Habla Ángela Kyan:

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Antes de contarlo, deja que antes te dé una breve explicación. Es evidente que no te exijo amable lector que creas a pie juntillas lo que acontece en el cuento que relato sucintamente; me limito a rogarte lo leas con benevolencia. Ciertamente sería una osadía de parte mía el demandar tal creencia en estos tiempos nihilistas. Éstos en que no se presta fe a nada serio, sino a los horóscopos y a la propaganda comercial y política.

Deseo que el cuento genere quizá, al menos en ti, amigo lector, un efecto de sorpresa reflexiva o acaso de mero entretenimiento, pero eso depende ciertamente de cada cabeza, corazón y temperamento.

El fin último que busco, sin emitir comentarios o juicio de valor, es hacer evidentes, mediante su simple descripción, una serie de simples «episodios domésticos», cuyas consecuencias, pienso, pudieran en inteligencias superiores a mi pobre entendimiento, tener algún sentido lógico, o ser vistas como «sucesión vulgar de causas y efectos naturales», o como una constante de la forma de ser de tantos humanos.

He aquí la síntesis del cuento que trata de pirómanos llegados, hace algún tiempo, de mundos lejanos, a un pueblito de personas cortas de estatura, de orígenes diversos:

«Mi vida transcurre de manera muy normal en un antiguo pueblo que perdió su nombre. Cuando muy joven me trasladé allí, dejando atrás mi indómita, verde y nublada Irlanda, la católica por supuesto. La dejé, no por gusto, sino forzada por circunstancias adversas. Ahora cargo a mis espaldas tantos años, tantos que han encanecido mi cabeza. La mayoría de los que habitan en ese antiguo pueblo sin nombre por pequeño, son de estatura baja, pelirrojos, simpáticos, bastante discutidores, aunque ingenuos en mayoría.

La mayor parte de ellos viven, como yo aunque vieja, trabajando la tierra que no es muy fértil, pero que es la nuestra. Las viviendas son modestas pero decorosas a la vez; las hemos construido con mucho esfuerzo y con harto cariño.

Estoy a las orillas de mi pueblo comprando limones en un puesto de frutas y verduras recién cortadas, cuando de pronto veo entrar al pueblo por la calle principal y única a un grupo de varones y mujeres de estatura media y de rasgos poco comunes para nosotros, en principio amigables. Cargan en carretas, jaladas por bueyes, canastas muy grandes repletas de unas como antorchas.

Su llegada inesperada está despertando curiosidad entre los pobladores a medida que avanzan hacia el centro del pueblo, seguidos por muchos de nosotros. Una vez llegados al corazón del poblado, sacan las cosas que parecen antorchas, las prenden y sin más, comienzan a incendiar con ellas en mano, casas del pueblo a lo largo de la calle.

Los que están dentro de las mismas están saliendo de ellas de inmediato, desconcertados, gritando, llenos de espanto, de terror, mujeres, ancianos, jóvenes, niños. Está corriendo el avaro tiempo, y a falta de liderazgos, contemplo a una mujer de temple que convoca al pueblo todo, tocando las campanas del templo; la conozco bien, se llama Luminosa.

Pero veo con estupor que en lugar de enfrentarse juntos todos a esos pirómanos, que en lugar de apagar las llamas, de salvar las viviendas que se queman y evitar que las demás sean incendiadas, el pueblo discute, habla de la necesidad de elaborar planes y proyectos de reconstrucción, critica a la mujer convocante por cuestiones irrelevantes, delibera, se pelea para definir quienes deben encabezar la defensa del pueblo y llevar el agua para aplacar la furia de las llamas, reprocha a muchos su baja estatura y otras cosas semejantes.

Delibera el pueblo como los romanos ante el asedio de Catilina a las puertas de Roma, como lo reseña nada menos que Cicerón, según aprendí en mi querida escuela de Dublín, cuando adolescente, recordándolo ahora aterrada, impotente, rezando, consciente de aquel dicho famoso, Dios ayuda al que se ayuda.

Y mientras eso sucede, contemplo tristísima desde lo alto de mi casita salvada, que los pirómanos continúan su tarea incendiaria sin rubor, sin resistencia de los más, tan solo de unos pocos, valientes, varones y mujeres que salvan viviendas, propias y ajenas. Pero por fortuna veo que ya terminan su horrenda tarea, y calmadamente se van del pueblo los pirómanos con sus carretas ahora vacías de antorchas.

Además, escucho voces de pirómanos decir con la fuerza del estruendo que volverán. Y el pueblo, en el centro, sigue deliberando en tanto el caserío humea devastado. Por fortuna no hay muertos ni quemados de gravedad, pero muchas de las casas ya no están para habitarse. Estoy pensando en volver a Irlanda, pero creo que mejor me quedaré porque ahora este pueblo sin nombre, es mi pueblo, pueblo que un día despertará y crecerá en estatura. Esta síntesis del cuento de un pueblo sin nombre ha terminado».

Dedico este artículo con admiración a los valientes migrantes pobres del mundo que huyen de hambre y muerte para salvar a sus mujeres de la deshonra, arriesgando todo, enfrentando el racismo de tantos, viajando en condiciones inhumanas forzados por mezquindad de gobiernos patrocinadores de guerras para vender armas, quemantes de porvenires, que violan el derecho natural de personas vulnerables a emigrar. Y violan los derechos de esas personas los gobiernos ricos y secuaces con el pretexto fariseo de que son migrantes «ilegales», potenciando así la actividad de las bandas. Nada justo y necesario es ilegal. Los hechos dantescos de Melilla y Texas hace días, claman al Cielo.

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