Los problemas políticos de la democracia liberal
Dice Ignacio Sánchez-Cuenca en su último libro, El desorden político (Catarata, 2022) que el desconcierto en el que anda lo público y nos inunda hasta el naufragio tiene que ver con transformaciones profundas en las instancias tradicionales de intermediación, esto es, en los partidos políticos y en los medios de comunicación. La crisis sería de representación, no de régimen, de manera que la crisis actual no se puede comparar con la de los años 30. Aunque en verdad hay que decir que aquella sabemos cómo terminó y ésta todavía está en movimiento con un pesimismo en aumento.
La enorme polarización política, la no menos destacada volatilidad del voto, el surgimiento de hiperliderazgos que devoran a los partidos políticos, la creciente desafección hacia la política –salvo hacia los mentirosos profesionales de la política que dicen que van a dinamitar la política igual que van a acabar con los chiringuitos después de haber vivido buena parte de su vida política en chiringuitos- rebota en la cacofonía mediática, dentro de una sociedad saturada audiovisualmente, que ha llevado a que incluso el Parlamento, sede liberal de la armonización de los intereses, se convierta en un espacio de odio donde, incluso, se puede mentir, amenazar, ensalzar a asesinos y patear a la Constitución haciendo desde la tribuna elogios de la tortura y la guerra sucia.
Según la tesis de Sánchez-Cuenca, el desarrollo tecnológico y la cultura europea del individualismo habrían diluido o democratizado las tareas de representación de la voluntad ciudadana –tarea que hacían los partidos- y de mediar en el conocimiento -función que desempeñaban periódicos, radios y televisiones-.
El individualismo europeo, como un proceso social de «desintermediación», está referenciado por la libertad personal que sembró el protestantismo, especialmente con la libre interpretación de la Biblia y la consideración del arrepentimiento como «un acto íntimo y genuino». Los europeos somos más individualistas que los chinos o los africanos desde que Lutero desde clavó sus 95 tesis el 31 de octubre de 1517, víspera del Día de todos los santos, en la iglesia de Wittenberg. En esa lectura del proceso de civilización, si cada cual es intérprete del libro sagrado, se disuelven las intermediaciones y jerarquías de la iglesia, algo que después llevarían los peregrinos del Mayflower (1620) en su peregrinación a lo que luego sería, una vez exterminados los indios, los Estados Unidos de América. Lo mismo que expresarían los levellers (igualitarios o niveladores) de los Debates de Putney (1647) en la Inglaterra de Cromwell, reclamando la igual libertad de todos los individuos y una idea de comunidad que perfilaba la democracia representativa.
Las nuevas tecnologías, por su parte, habrían hecho innecesarias muchas intermediaciones: ¿para qué escuchar a Carlos Boyero, sus filias, fobias, análisis y sensaciones construidas a través de su dedicación durante toda una vida al cine, si ahora cualquiera puede mirar las estrellitas que le coloca la gente a una película creando un ranking realmente popular? Esta gusta, esta no gusta. ¿Y no es cierto que las estrellas que colocan los honrados comensales a los restaurantes en las redes tienen la ventaja de que, a diferencia de las estrellas Michelin, incluyen también a restaurantes más accesibles, menos caros y con gustos más cercanos a los del pueblo común?
Siguiendo con su análisis, Sánchez-Cuenca señala, con un cierto determinismo tecnológico (para huir del determinismo económico, se puede caer en el riesgo de otros determinismos), que el desarrollo de las herramientas de comunicación ha barrido esa tarea de filtro que realizaban las cabeceras de los diarios, aunque eso no significa –no habría datos suficientes para evaluarlo- que ahora habría más mentiras que antes. De hecho, el bulo, fake news, ejercicio supremo de posverdad que fue el anuncio de que había armas de destrucción masiva en Irak –bulo expresado desde la misma sede de Naciones Unidas por Colin Powell y que asesinó a cientos de miles de inocentes- fue anterior a la existencia de Facebook, Twitter, Instagram o Tik Tok. Quizá por que no existían las redes, esos asesinatos duelen menos que los de Ucrania y quizá por eso también Joe Biden, el que quiere llevar a Putin delante de un Tribunal Penal Internacional, quiere por lo contrario encarcelar de por vida a Julian Assange por denunciar los crímenes de lesa humanidad del ejército norteamericano en Irak.
Partidos que no ordenan ni políticos que representan
Decía Borges indirectamente en su cuento Funes el memorioso que para poder pensar hay que olvidar. Si uno recuerda todo, no ordena nada. De manera que la función de los partidos de «ordenar y organizar el espacio político, reduciéndolo a un número manejable de dimensiones», junto con la selección e interpretación de los acontecimientos realizados por un periódico y su línea editorial, hacen manejable el mundo. El creciente escepticismo ante la opinión de los expertos, asimilados con el establishment, habría quebrado esa posibilidad y termina valiendo igual la opinión de Einstein que de un terraplanista igual que famosos con éxito en la televisión terminan pudiendo disputar la presidencia del Gobierno e, incluso, ganarla.
El ruido político, ensordecedor, hace imposible distinguir las voces de los ecos. Es la razón por la cual la extrema derecha privilegia el grito. Y la sobrecarga informativa sin filtro que uno recibe en el teléfono móvil, a través de Google o en grupos de WhatsApp o Instagram hace que, por la «promiscuidad mediática» y la conversión de los usuarios en periodistas que mandan noticias a sus conocidos, más, finalmente, sea de manera radicalmente evidente menos. Es decir, que hay más información pero no necesariamente más conocimiento. Aunque es de justicia decir que Sánchez-Cuenca rehúye establecer causalidades unívocas, exclusivas, sencillas, y prefiere moverse en el terreno de las sugerencias antes que sacar conclusiones científicas con pretensiones de validez universal.
Los partidos políticos son en buena medida responsables de su propio deterioro, en la medida en que una parte sustancial de sus problemas serían de su entera responsabilidad: la creciente corrupción, el incumplimiento de sus promesas electorales, la burocratización de las organizaciones y una colisión entre partidos –el ejemplo más claro sería el bipartidismo-, que les lleva a abandonar la satisfacción de determinadas demandas para defender de manera compartida el statu quo.
Aquí plantea el valenciano Sánchez-Cuenca una paradoja: si las causas del auge de partidos de extrema derecha es económica ¿por qué crecen los partidos antestablishment de derechas más que los de izquierdas, que serían los que podrían satisfacer, al menos ideológicamente, las demandas insatisfechas de los sectores más humildes? Una de las explicaciones que ofrece es que en mitad de la devastación de muchas certezas, una realidad que permanece incólume es la nación. Y la representación de la nación es un dominio donde la derecha es más capaz de apelar al vientre humano para convertir el nativismo en una herramienta política de odio.
El problema final -como ocurre con el libro ya clásico sobre la cartelización de los partidos de Katz y Mair-, es que el deterioro de los partidos y de los medios crea un campo abonado para el auge del populismo (que él prefiere llamar antestablishment), a derecha e izquierda, ya que la sensación ciudadana de que sus intereses no son escuchados, vincularía a la ciudadanía a lo que Nadia Urbinati llama deseo de «representación directa», donde los hiperliderazgos son consustanciales a esas nuevas formas de la política. Si bien la izquierda tiene reparos en prescindir del juego representativo e institucional –el ejemplo en España de Podemos es claro- la extrema derecha –y en ocasiones, por osmosis, también la derecha- puede flirtear con la ilegalización de partidos, el espionaje, la tortura, los golpes de Estado, la mentira, la corrupción o la quiebra de la Constitución sin que sus apoyos electorales sufran el mismo deterioro que sufriría la izquierda si pasase determinadas líneas. Las incongruencias ideológicas quien las paga siempre caras es la izquierda.
El diagnóstico de Sánchez-Cuenca es certero y desafiante, y el intento del autor de complejizar la mirada y salir de simplismos es loable, por ejemplo, respecto de quienes explican la situación actual sobre la exclusiva base de la crisis económica de 2008. Y para ello pone como ejemplos países donde la economía va bien y sin embargo la extrema derecha es hegemónica -Hungría- o tiene enorme fuerza -Austria o Suiza-.
Sin embargo, en ese ejercicio de prudencia científica creo que no termina de acertar en dos asuntos. Por un lado, en no señalar la existencia de actores económicos, políticos, judiciales y mediáticos conscientes y determinados a golpear e incluso derribar a la teoría y la práctica democráticas a favor de una interpretación liberal/neoliberal de la política e, incluso, de un orden iliberal. En otras palabras, la existencia de élites del poder, junto a sus ramificaciones judiciales, mediáticas, policiales, militares, políticas y empresariales dispuestas a dejar fuera de la ciudadanía a quienes amenacen su privilegio. Aunque sea un país entero. En España, ni el auge de Ciudadanos y de Vox ni la defenestración de Pablo Casado ni la defensa del rey ni la falta de renovación del Consejo General del Poder Judicial son gratuitos, sino que responden a una estrategia de defensa del statu quo, de la misma manera que no lo es el papel del FMI en Argentina, los ataques de las eléctricas y sus medios a López Obrador en México, el bloqueo en Venezuela o las imputaciones a líderes de la izquierda en todo el mundo.