9.8 C
Zacatecas
viernes, 19 abril, 2024
spot_img

Ayotzinapa, ¿para qué quemar la piñata?

Más Leídas

- Publicidad -

Por: VEREMUNDO CARRILLO-REVELES* •

Enardecida, una muchedumbre se dirige a palacio. A su paso, se suman miles de espontáneos que convierten las calles capitalinas en una inmensa marea humana. Poquísimos apedrean fachadas, los más, caminan a paso firme hacia la residencia oficial. A todos los une la indignación ante los abusos de quienes detentan el poder. Lejos de enfrentarlos, los guardias que custodian los alrededores dejan el paso libre. En minutos el palacio queda cercado, apenas resguardadas sus puertas por decenas de militares a los que miles de gargantas bombardean de improperios: los acusan de ser artífices de las arbitrariedades del régimen. Algún soldado intenta un disparo y otros forcejean con los manifestantes, pero son reducidos por una multitud al borde de la histeria.

- Publicidad -

Al interior, el pánico paraliza a los miembros del gabinete. No temen su continuidad en el gobierno, sino por sus vidas: en la plaza principal aún arden en llamas las efigies de varios. Es una certeza: nadie quiere morir quemado como piñata. El gobernante apenas puede contener lágrimas de impotencia. En su mente repasa el intrépido programa de reformas que emprende en todas las áreas, desde la renovación de la educación hasta la liberalización de la economía. Salvo algún crítico envidioso, en el extranjero ha recibido aplausos y en materia de recaudación fiscal los resultados son notables. Entonces, ¿a qué atribuir el enojo que toca literalmente sus puertas? ¿A las fuerzas desestabilizadoras de oscuros enemigos que agitan a una muchedumbre que se opone ciegamente a la modernización?

Cuando el asalto parece inminente, una comisión solicita ser recibida. Frente al gobernante, los voceros leen un documento que sintetiza las peticiones de la multitud. Son apenas ocho puntos, entre ellos, que se destituya a los miembros del gabinete que responden a intereses extranjeros; que se garanticen precios justos para los productos de primera necesidad, y que los militares regresen a sus cuarteles. El más relevante es el último: que el propio gobernante anuncie en persona al pueblo el cumplimiento de las demandas; una forma de pedir perdón público por no escuchar a quienes gobierna.

Desarmado de la arrogancia que lo hacía sentir intocable, el gobernante se dirige a la multitud desde el balcón. Así, reconoce aquello que muchos le han recordado desde inicios de su mandato y se esforzaba en ignorar: es imposible gobernar en contra de la voluntad popular, porque el origen del poder reside en la Nación. Silenciosa, la multitud escucha al mandatario; una vez que concluye, la muchedumbre se dispersa.

Eran otros tiempos -1766- y otro tipo de gobierno –una monarquía que aspiraba a ser absolutista-, sin embargo el episodio –conocido como Motín de Esquilache- no nos ajeno: no sólo porque el gobernante en cuestión, Carlos III, tuteló este territorio que hoy llamamos México, sino porque ofrece respuestas a quienes exigen a la historia rutas para salir del embrollo en que estamos inmersos: una movilización social, multitudinaria y espontánea, que supo concretizar exigencias y un gobernante que pudo rectificar a tiempo.

México vive una crisis sin precedentes. Lo que inició como repudio generalizado a la violencia se agravó desde dos frentes: el malestar por la corrupción que carcome al país y la incertidumbre sobre la resistencia de la economía a un contexto internacional adverso. A Peña Nieto se le podrán reprochar muchas cosas, pero no que menosprecie a estas alturas la magnitud del aprieto: después de intentar eludir torpemente las tragedias de Iguala y Tlatlaya, y tras el estallido del escándalo de su(s) Casa(s) Blanca(s), el priísta ha dirigido tres mensajes en cadena nacional, en los que anunció una serie de planes para tratar calmar las aguas.

Nos podrán parecer superflua la promesa de televisiones digitales, anecdótica la creación del 911 o debatible la desaparición de policías municipales, pero dan cuenta de la desesperación del Ejecutivo. En muchos sentidos, el presidente está cercado. Sin embargo, la movilización social no ha podido establecer una hoja de ruta.

Quienes deberían fungir como voceros –legisladores y partidos de oposición- son copartícipes de la crisis; de ahí que Javier Sicilia, Alejandro Solalinde y Sergio Aguayo hagan llamados para evidenciar el vacío de representatividad a través del voto nulo en las próximas elecciones, o que los padres de los normalistas desaparecidos exijan de plano la cancelación de votaciones en Guerrero. Pero, ¿y después? ¿Una nueva constitución? ¿Un gobierno de transición? ¿Una “disculpa” de la clase política? ¿Renuncias masivas? ¡¿Qué?! No basta con quemar la piñata en el Zócalo; hay que saber para qué. De no hacerlo, el hartazgo puede derivar hacia cualquier parte o hacía ninguna.

Tras el motín, Carlos III gobernó dos décadas más, revitalizando un Imperio en agonía. Rey, al fin, expulsó a los jesuitas –esas voces que recordaban que el poder emana de la nación-, pero no olvidó el peso de la voluntad popular. Años después, un primo suyo vivió en Francia una crisis de origen similar pero desenlace diferente: el monarca terminó decapitado y el pueblo en una guerra fratricida que se prolongó décadas. A la larga, la transformación fue histórica, pero el costo humano tremendo. Aquellos, eran otros tiempos. ■

 

@VeremundoC

 

- Publicidad -
Artículo anterior
Artículo siguiente

Noticias Recomendadas

Últimas Noticias

- Publicidad -
- Publicidad -